Un bebé llora en uno de los vagones.
La voz de la madre canta una nana, la nana de aquellas que nunca albergaron vida en su vientre.
El bebé llora, pero nadie más lo escucha. Porque la noche se traga las lágrimas que el cielo vierte. Porque las cigüeñas dejaron de traer hijos: los cuervos tomaron la vida en sus nombres. El bebé llora, y la mujer sigue entonando acordes lejanos de una lejana poesía que ni los más viejos recuerdan.
Duérmete niño mío, mi dulce compañía.
La niña sentada frente a ella ladea la cabeza y la observa con una pizca de lástima y otra pizca de burla. La combinación perfecta. Mamá, la mujer acuna los brazos como si tuviera un bebé, pero no tiene nada.
Cállate, niña, responde la madre, y mira con inmensa ternura al fantasma lechoso de la pintura que un día quiso convertirse en lienzo y no pasó de cutre acuarela. Cállate, niña. Hay daños que solo entiende el alma.
Por dentro, un pepito grillo de rostro ausente le susurra:
¿Por qué hoy?
Dos jóvenes se meten mano en otro de los vagones. Dedos que aprietan y sueltan, aprietan y arañan, pellizcan y buscan, buscan y rasgan el envoltorio de una piel todavía demasiado virgen. Las risitas nerviosas se elevan en el aire como el humo de un cigarro indebido, bailan ajenas a sus dueños y vuelven a caer; trapecistas de un circo en plena decadencia. Puede entrar alguien, dice la muchacha, puede entrar alguien repite un eco que no sobrevive entre el acero que los rodea. Los dedos del chico no se detienen porque la Caja de Pandora no puede volver a cerrarse y Elpis chilla, chilla desde el fondo del cofre, detente, maldito, no es de tu propiedad y sin embargo él sabe, ella sabe, el vagón sabe, que es demasiado tarde. Un día, eones atrás, los dos fueron buenos amigos, flirtearon en horas vagas, se mandaron mensajes y decidieron hacer un viaje, un viaje largo, un viaje en tren, porque el tren siempre ejerce una atracción inconsecuente.
Se oye un no, se grita un no, se chilla un no y, eones después, languidece un no.
Mientras un bebé que nadie parió llora en el vagón de al lado, en el número cinco alguien se hace una pregunta muda. Alguien que siente cómo le abren las piernas, la embisten, la desgarran, la vejan, la sepultan. Alguien que cierra los ojos y escucha, escucha, escucha…
¿Por qué hoy?
En el vagón siete una anciana se quita la dentadura. En cuerpo y alma presente, se mira en el espejo y solo logra distinguir una amorfa masa de carnes colgantes y pechos vergonzosos, pechos que ya solo saben mirar la punta de sus pies desnudos. Es un amasijo de capas y hueso, hueso roto y capas deshechas, es un recipiente arrugado que alguien se olvidó de sacar al reciclaje.
Ella, que un día fue la reina de las bambalinas.
Da una vuelta sobre sí misma y la artritis se ríe de su estupidez. Desde el sofá, el lujoso sofá que rodea al más lujoso de los vagones, el jarrón repleto de cenizas se tapa los ojos por no verla. Siempre fuiste una fulana barata que me saliste demasiado cara.
Ah, pero te encantaba presumir de esta fulana, ¿eh? En las tertulias de tus amigos, en las cenas de negocios, cuando me pedías que me quitase las bragas por debajo de la mesa y me tocabas con una mano mientras con la otra seguías dando órdenes, explicando, zanjando, amenazando. Te encantaba pagarme por aquello que podía hacerte gratis y lanzarme los billetes a la cara, zorra, después de dejarme tu leche en el rostro, después de dejarme tu leche en las tetas, después de golpearme con tanta fuerza que ni todo el maquillaje que comprabas podía tapar con marrón el morado.
Ella, que un día fue la reina de las bambalinas.
Se pone el camisón planchado sobre las arrugas y escupe al suelo del vagón; una flema de espuma sanguinolenta.
Sabe que le queda poco: cáncer de pulmón, pulmones de fumadora, fumadora activa y pasiva, activa y pasiva de una existencia que vino pronto y está tardando demasiado en irse.
Algo repta por las paredes, algo la mira y se ríe y ella se ríe también, acompasada, qué sensación de libertad más absoluta. Saca la navaja de su cartera de Gucci, regalo de aniversario, ves puta, ¿ves lo bien que te trato? Ahora haz que se me levante, maldita sea, ¡haz que se me levante!
Pero ella, que un día fue reina de las bambalinas, ya no podía poner dura la polla flácida y horrenda de un viejo de setenta años. Así que hizo lo único que podía hacer una vez que el telón cae y el público aplaude, dudando en si pedir un bis o si ha sido suficiente con una sola representación.
Rasgó con la navaja, hundió la navaja, sacó y metió, como tantas veces él se la había metido por el culo, la dobló, la movió, la hizo bailar en la frenética danza de la muerte. Después, descansó. Como Dios el séptimo día de la creación.
Ahora la cosa que repta le dice que todos son culpables, no sabe de qué, no le importa de qué, no comprende por qué. Solo entiende las palabras que la cosa que repta le repite como un credo aprendido de memoria. Como un credo sin credo. Como el credo de los agnósticos.
¿Por qué hoy?
Lleva dándole vueltas desde que salieron de la estación. Se mira las manos y las manos también se lo gritan, se mira la barriga, henchida e hinchada de noches y más noches de cervezas, se mira los pies pero estos no lo miran, porque se los tapa la grasa del abdomen. Lleva dándole vueltas y hay algo allí que también le da esas vueltas, algo que no puede ver porque solo podemos ver las cosas que existen y Martín, el bueno de Martín, el que nunca le ha hecho daño a nadie, el Martín que es un buen padre, un buen marido, un buen hijo, un buen hermano, un buen vecino sabe que eso que hay allí existe aunque no pueda verlo.
El caso es que los dos, eso y él, rememoran una y otra vez el instante y siguen sangrando por dentro, ya que hay heridas que no son superficiales sino perpetuas, heridas que no van a dejar cicatriz sino secuelas. Se observa desde lejos, se observa en 3D, como las pelis del cine que solo pueden verse con esas gafas tan chulas que siempre le hacen daño en las orejas, se observa como un dibujo animado que sale de la pantalla y le dice that’s all folks, my friend mientras trata de chocarle la mano. Se observa levantar el puño y se observa descargarlo sobre el frágil rostro del niño, no es más que un bebé, chilla Marta, un bebé que se ha vuelto a cagar fuera del orinal, es un bebé, no es más que un bebé, dice ella, plañidera sin velo negro, abrazando al pequeño sangrante, sangrante como la herida que se le abre en el interior, la herida que le dice te has pasado de la raya, amigo.
Es que Martín está cansado, eso le dice la cosa, esa cosa invisible que solo él percibe, la cosa que ahora lo acompaña a los mandos del tren, la cosa que guía el monstruo sobre las vías, la cosa que lo está prácticamente convenciendo de que no ha hecho nada malo por mandar a su hijo al hospital ¿acaso no eres tú el hombre de la casa, eh?
Martín está cansado y no debería haber asumido los mandos de ese viaje, se ha ofrecido voluntario, necesita el dinero de las horas extras, dinero para pagar la cirugía que reconstruirá el rostro de su hijo de tres años que se ha cagado fuera del orinal. La cosa le pone la mano en la nuca y lo acaricia como Marta hace años que no lo acaricia, la erección le ajusta la ropa y la voz se cuela en el caracol de su oído mientras los dedos abren la bragueta y le tocan con mimo la polla. Con mucho mimo. ¿No es a veces Martín también un bebé?
¿Por qué hoy?
Los vagones viajan de noche cómo no. Típico cliché de película de terror. ¿Qué hay alrededor de los vagones? Alrededor de los vagones hay bosque, cómo no. ¿Qué hay en el bosque? Eso ya no nos importa. No habrá bestias en este cuento, un cuento basado en hechos reales ¿acaso lo dudabais? No se detendrá el tren y algo se subirá porque el caso, la única verdad de toda esta historia, es que eso ya está dentro del vehículo. El cuervo lo sabe, camuflado entre las ramas de los pinos. Lo sabe el búho, trasnochador. Lo sabe el lobo, sí, pero este lobo no se convierte en hombre ni va a saltar sobre las ventanas para tratar de colarse en un vagón que ya estaba muerto mucho antes de emprender la marcha. ¿Cuántos hay dentro? No lo sé, tendrás que imaginarlo tú. ¿Hay niños? Claro, soñados y reales. Hay amantes, escritores, hay un cura siempre es bueno tener la última esperanza de la confesión. Hay un pederasta y una adúltera, hay un asesino. Quizá dos. Demasiado en un espacio condensado que no para su ritmo, que no baja la velocidad, que está en el punto exacto en el que debe estar cada cinco minutos.
Existe también alguien atado a las vías, unos kilómetros más adelante del recorrido, pero esa es otra historia. Otro relato. Lo importante de este es la pregunta, y la pregunta nace en la cabeza más inocente, la más pura, la de aquellos que no han perdido aún la tibieza de los primeros años ni han sido corrompidos por la maldad de un universo desconocido y maltrecho.
La pregunta surge de la voz sin voz, de los labios sin labios, del rostro sin rostro de un bebé que es acunado por los brazos de una mujer de vientre baldío. Un bebé que no ha llegado a nacer pero nace, que ve sin ver, que percibe lo que vaga errante por los rincones de un tren de largo recorrido.
El bebé se revuelve inquieto y aparta los gusanos que le impiden chillar y chilla a la madre que no lo parió.
¿Por qué hoy va a morir todo el mundo?
Eso, amigo mío, es lo que tienes que averiguar tú.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Lorena Escobar
Contadora de historias desde muy pequeña, compagina esto de la escritura con su trabajo, la carrera de Filología Hispánica y la maternidad de dos pequeños torbellinos. Ha participado en numerosas antologías y en revistas como Revista Tártarus y Círculo de Lovecraft. Es, además, redactora y forjadora en Dentro del Monolito, redactora en la revista Lo imposible y cofundadora de Ruta 62, espacio donde se promociona la historia y literatura españolas.
Es autora del thriller policíaco El ilustrador paciente, publicado con Valhalla Ediciones y de Cuentos de la Mar, publicado con Open City.
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Otra genialidad de Lorena.
Creo que sigo perdida en el vagón.
Leeré de nuevo. No quiero estar en ese tren.
Una demoledora y desquiciante pesadilla. Me ha gustado mucho.