Más allá de las montañas de Quh se encuentra el desierto de Alamur. Su nombre proviene del extinto lenguaje elamí y significa “mar de rocas”. A diferencia de otros desiertos en los que las dunas de las regiones arenosas ocupan una gran extensión, el Alamur está plagado de piedras. Piedras más grandes o pequeñas, pero piedras, al fin y al cabo.
Entre las gentes que viven en las inmediaciones del inhóspito desierto circulan historias cuyos protagonistas son estos objetos inanimados. Algunos hablan de rocas cambiantes que se deslizan por las noches. Otros, de piedras que modifican de color según la posición de los soles. Incluso unas escasas personas cuentan historias acerca de piedrecillas parlantes que son capaces de enloquecer al más sano de los mortales. No obstante, hay quien dice que todo esto solo son mentiras que sirven para asustar a los más pequeños del lugar.
Lo que sí es cierto es que nadie ha visto llover en el Alamur. Como si de algo mágico se tratase, las nubes que llegan a volar por encima del desierto se deshacen en miles de pedazos antes de que caiga una simple gota de lluvia. La escasa agua que aparece proviene del deshielo de las montañas de Quh. Pero no tiene ningún destino ya que se pierde una vez llega a la planicie desértica. Por este motivo no es de extrañar que la vida no logre abrirse paso en las regiones interiores del desierto. A esto se une un aire tan seco que el simple hecho de respirar provoca sensaciones sin parangón en el mundo conocido. Si preguntas a algún superviviente te dirá que este huele a miles de agujas clavándose dentro de tu nariz.
Dentro del desierto podemos ver algunas huellas de los humanos que se adentran en él. Desde restos de odres necesarios para la supervivencia, hasta ropajes de familias que no consiguieron su objetivo de cruzar el Alamur. Pero, sin duda, el objeto del desierto que más llama la atención es “La Invencible”. Apenas está a seis días del paso de Kadesk, la entrada al desierto desde las regiones occidentales. A los inventores del ingenio se les ocurrió que podían aprovechar los sotaventos del Quh para avanzar más rápido. Así que remodelaron una balandra para que pudiese transportarlos a través del desierto. Creían tanto en ella que la bautizaron como “La Invencible”. Pero al Alamur no le gusta mucho este tipo de artilugios. Prueba de ello es que los huesos de la tripulación de la antigua nao son ya parte del paisaje del desierto. Muchos de los que han avistado los restos de la balandra dan media vuelta sobrecogidos por la estampa de la derrota y ponen fin a la aventura de cruzar el Alamur. Por eso hay un dicho entre los derrotados por el desierto: “mejor vivo vencido que muerto invencible”.
El Alamur no fue siempre tan inhóspito. Hubo un tiempo, cuando aún existían chamanes y hechiceras, en el que ríos, bosques y ciudades formaban parte de los paisajes. La más famosa entre las ciudades fue Arakk. Regada por las aguas del Kmish, las duras gentes arakkianas construyeron un vergel al cual acudían miles de mercaderes. Hasta allí llevaban mercancías capaces de contentar a los exigentes dirigentes de la ciudad. A cambio, los viajeros conseguían la apreciada bukanita, piedra preciosa extraída de las minas situadas en el subsuelo de Arakk y que era deseada en los cuatro puntos cardinales del mundo conocido.
Pero esto es ya fruto del pasado. Se cuenta que una plaga asoló la ciudad y que de forma paulatina, el Alamur fue ganando su guerra contra la vida. En la actualidad hace honor a su nombre: “La ciudad de los muertos”. De aquel vergel solo quedan viejas rocas y ecos de fantasmas.
A pesar de todos estos peligros siempre hay gente que se aventura a cruzar el Alamur. Por ejemplo, ahora mismo hay unas doscientas personas dentro de él, de las que probablemente solo un par de ellas sobrevivirán. ¿Y por qué hay gente que se arriesga a cruzar este desierto? ¿Qué hay al final del Alamur? Se podría pensar que es por un deseo de aventura innato a todo ser humano, pero realmente no es así. Allende las regiones más inhóspitas del Alamur, en su extremo oriental, a unos ochenta días del paso de Kadesk, se encuentra Ishfán, también conocida como la ciudad de los deseos.
Ishfán es la ciudad de la que casi todo el mundo ha oído hablar, pero donde casi nadie ha estado. Se dice que es el lugar donde se cumplen tus deseos, pues allí nunca falta el trabajo, el dinero o la comida. Sus murallas son tan gruesas que se creen que se necesitaron antiguos dioses, ahora ya olvidados, para traer las piedras que la forman. Pero más impresionantes son sus torres. Torres brillantes, revestidas de un reluciente mármol y tan altas que parece que arañen el cielo. Desde ellas se vislumbra el mar Oriental. Por allí llegan los barcos de los comerciantes que desean algunas de las riquezas que la ciudad ofrece.
Y es que la ciudad de los deseos posee en su interior las mejores manufacturas que ha podido conocer hasta ahora el ser humano. Las espadas de Ishfán tienen una combinación de dureza y elasticidad que hace que resistan mil batallas. Gracias a, o por culpa de, ellas se han creado y disuelto varios estados. Las cerámicas de loza dorada, que salen de los hornos de los alfareros, decoran los palacios de diversos reyes y príncipes. Por no hablar de las espectaculares filigranas de plata, cuyo metal es extraído de las cercanas minas.
Tampoco tenemos que olvidarnos de las espectaculares fiestas que se celebran en la ciudad de los deseos. El Consejo de la Ciudad no escatima en gastos a la hora de organizar los famosos eventos que forman parte del Sexenio. Las calles se decoran de forma vistosa, los olores de las flores se expanden por toda la ciudad y los cielos se iluminan por la noche con extraños artificios creados por las mentes más notables de Ishfán. Las comidas son abundantes y por algunas calles se realizan carreras de animales salvajes que persiguen a aquellos valientes que se atreven a correr delante de ellos. Los que sobreviven son agasajados por la multitud y honrados como héroes. Estas fiestas son tan notables que despiertan la envidia incluso de las personas que viven al otro lado del Alamur.
Ante esto supongo que uno se pregunta, ¿por qué cruzar un desierto cuando pueden llegar a la ciudad en barco? Y en verdad es una buena pregunta, ya que Ishfán dispone de dos puertos enormes separados entre sí por un pequeño istmo desde donde se accede a la ciudad. A los puertos llegan barcos de todo el mundo repletos de esos comerciantes ávidos de fortuna. Pero estos nunca han podido cruzar las murallas de Ishfán. Todas las relaciones comerciales y transacciones se realizan en la pequeña península extramuros.
En esta península se encuentran los consulados del mar, bellos edificios con robustas bóvedas de crucería, arcos ojivales y vidrieras de colores en las cuales los comerciantes tienen permiso para pernoctar y satisfacer sus necesidades. Tienen facilidades de todo tipo y son tratados de una forma tan privilegiada que muchos no desean volver a sus países de origen. En los consulados pueden ofrecer sus productos, regatear, quejarse, enfadarse y llegar a acuerdos. Todo a cambio de una condición, tienen prohibido cruzar las murallas de la ciudad.
Pero ya se sabe que las prohibiciones son atractivas. En el pasado alguno de esos mercaderes pudo colarse intramuros y ver de cerca las maravillas de las que tanto habían escuchado en historias. Pero para los ciudadanos de Ishfán es fácil reconocer a aquellos que ven por primera vez de cerca las torres de la ciudad. Los polizontes son apresados y, sin un ápice de clemencia, las cabezas de estos intrusos pasan a formar parte de la decoración de la puerta del Este. Allí permanecen como recuerdo de que las leyes de Ishfán son inflexibles, sobre todo para los extranjeros. Y que la puerta del Este solo se abre para ciudadanos y los escasos invitados que el Consejo permite. Casualmente, suelen ser reyes y reinas de países lejanos.
Has visto que la entrada a la ciudad desde el mar queda restringida. En cambio, quien llega desde el desierto tiene la puerta del Oeste abierta de par en par. La ciudad recibe a los fatigados migrantes y les da cobijo, agua y comida. Se les proporciona los mejores cuidados. Existen galenos dedicados en exclusiva a los recién llegados. Y cuando están totalmente recuperados, la ciudad les consigue un trabajo. Y es que en Ishfán, todo el mundo sabe que siempre hace falta gente para sacar los metales preciosos de las minas, para construir las majestuosas torres, para recoger las cosechas, para cuidar de los animales. En definitiva, siempre hace falta gente voluntariosa y fuerte que haga el trabajo que los ciudadanos de Ishfán no quieren hacer. Y no hay gente más voluntariosa y fuerte que las personas que han llegado al final del Alamur.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
José Palanca
Lector temprano y escritor tardío. Espaciotrastornado, amante de la ciencia y de la tecnología, apasionado por la historia. Ingeniero de profesión, intento a través de la escritura buscar la belleza en este despiadado mundo.
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