A través de los cristales ahumados del Clio, había tramos en los que las calles de Elche me recordaban a las avenidas de El Cairo.
–Ya hemos llegado, García –me dijo Caterina. Yo asentí. Miré la hora en el reloj del salpicadero: eran las dieciséis cuarenta.
Salí aparatosamente del asiento del copiloto. Me dirigí a la esquina donde estaba montado el dispositivo policial compuesto por guardias civiles y municipales que acordonaban una amplia zona frente a uno de los muchos edificios clónicos de aquel barrio.
Caminé apresurado, Caterina casi trotaba junto a mí para seguirme el paso, yo aminoré al darme cuenta. Nada más alcanzarme sacó de su bolso un tubo de mentol y se lo aplicó bajo la nariz, luego me lo ofreció.
Sonreí a la novata como sonreiría un maestro al ver una alumna bien aplicada.
–No, gracias –dije–. A Detective no le sienta bien.
Llegamos frente a uno de los policías y presentamos nuestras credenciales del CNIS (Centro Nacional de Investigación Sobrenatural). El agente nos saludó con pocas palabras y nos indicó la planta.
Subimos al ascensor, pulsé el botón 5. Caterina se tocó con desagrado el labio superior al verse en el espejo de la pared: su carmín se había descolorido debido al mentol.
~No hace falta ponerse tanto, Clarice –bromeé.
Caterina asintió. Sacó la grabadora de su bolso y salimos hacia un rellano blanco y polvoriento. Otro policía nos abrió la puerta precintada, atravesamos un pasillo abarrotado de fotos de un matrimonio sonriente y tenso.
Entramos al dormitorio. En la cama había un cadáver de mujer en pijama, su cuello tenía manchas de color negro azulado (donde unas manos fuertes habían apretado). Sobre la mesita, una lámpara de metal se encontraba doblada y colapsada por sus aristas. A su lado, en la pared, un boquete redondeado dejaba discernir los ladrillos interiores (el polvo de cal del suelo indicaba que era una brecha reciente). A mi derecha, la puerta del baño estaba manchada de sangre resecada por el paso de las horas, la abrí y vi a un hombre (el marido) hecho un montón de carne desgarrada bajo el agua turbia de la bañera.
Un olor a heces y vísceras se me quedó pegado en las fosas nasales y en la lengua.
–¿Encuentras algo?–preguntó Caterina con un hilo de voz. Yo cerré la puerta entre toses.
Arqueado como estaba me fijé en una pequeña mancha verdosa en la cama que antes no había podido detectar. Me acerqué; sentí el hormigueo de un rastro de ES-ES (Espíritu Estante) en la punta de los dedos.
–『Detective』–invoqué.
Caterina preparó la grabadora y se dispuso a escuchar.
Un hombre metálico apareció flotando a mi espalda. Iba vestido con una gabardina de color camel y un fedora de ala angulada; sus ojos eran brillantes e inquisitivos; su rostro de mandíbula prominente, digno de salir en una película noir.
Tocó la sábana con su mano reflectante; entonces, Detective habló, y yo viví lo que decía.
§
Durante la noche, no pudiste soportar mantener el matrimonio con Vicki: ese contrato ancestral que siempre había unido a hombres y mujeres a pesar de las desavenencias, a pesar del odio.
Pero no a pesar de la muerte.
¿Mientras la ahogabas, eras tú o el otro?
Tu mujer te siguió mirando con reprobación, incluso cuando dejó de moverse. Pocos segundos después, ya no te importó: recordaste tu verdadera identidad y tu propósito.
Pero olvidaste (o decidiste olvidar) en el instante en que otra Vicki salió del aseo con el pijama empapado en sangre.
–Adán, ya he terminado con el tuyo –te dijo con voz cariñosa y se acercó a ti–. ¿Te ha costado acabar con la mía?
De la mesita de noche cogiste la lámpara negra de diseño y la blandiste contra la otra Vicki; su cabeza se estampó en la fina pared de ladrillos y abrió un buen agujero entre humos de escayola. Su cuerpo se transformó en un vapor que se disolvió en el aire (a excepción de un resto que cayó en la sábana). Oíste un tintineo entre los resquicios de arcilla.
Dejaste la lámpara en la mesita, bajaste a la calle y pusiste el coche (un Dacia gris) en marcha.
§
Regresé al presente.
Caterina guardó la grabadora en el bolso y se puso a escarbar dentro de él. Después de un rato, sacó un guante y una bolsa de pruebas y me los dio.
–Para buscar en el boquete –dijo.
Me embutí el guante y palpé en el interior del agujero. Incrustado entre dos fragmentos de ladrillo, sentí un objeto de tacto redondeado y suave; tiré de él hasta sacarlo a la luz: era una pequeña bola de bronce.
Coloqué la esfera en la bolsa, Caterina la observó con curiosidad.
–¿Eso qué es?–preguntó.
–No lo sé, pero parece salido de un episodio de Twin Peaks.
¬Vi la parte caricaturizada en Los Simpson –contestó Caterina, de espaldas al cadáver, muy tiesa–. ¿Ha sido un caballo blanco?
¬Venga, vámonos –dije. La referencia la hizo reír nerviosa.
–¿No avisamos de la prueba que hemos encontrado?–musitó.
Negué con la cabeza y la acompañé fuera del dormitorio.
§
Ya en el ascensor, Caterina se deshizo del pegote de mentol con un clínex. Ayudándose del espejo, se arregló los labios con un lápiz rosa palo. Sus manos temblaban un poco mientras se perfilaba (fingí que no prestaba atención).
Llegamos al Clio. Caterina se agarró al volante, comprobó su maquillaje frente al retrovisor una última vez y dijo:
–¿Adónde?
–『Detective』.
Detective se materializó sentado en medio del sillón trasero del Clio (los cristales ahumados me permitían invocarlo sin que nadie nos observara).
Deposité la bolsa detrás del freno de mano, detective la abrió y tocó la esfera metálica.
–Estaría bien que me avisaras –dijo Caterina sacando de nuevo la grabadora.
§
¿Qué provocó tu rebelión? Ni siquiera tú lo sabías.
Entrando en la A-31 oíste algo. Te asomaste por la ventanilla; viste el toro de Osborne enhiesto sobre el otero. Sus cuernos se habían multiplicado: eran un ramo de flagelos oscuros, susurraban a una frecuencia que sólo tú podías escuchar. Te hablaban, te convencían de cosas.
Aminoraste la velocidad y paraste en el arcén junto a un tramo sin quitamiedos.
–『Gada』–dijo una figura cubierta por las sombras del toro.
Los retazos de conciencia que habías obtenido se evaporaron junto con tu cuerpo. En su lugar, una bola de bronce cayó entre las matas.
§
Detective desapareció a mi orden.
–«Gada» –repitió Caterina imitando la voz de Detective–: ha sonado como un usuario de ES-ES.
–Tiene que serlo. –Di un trago a la botellita de agua que me dejé a los pies del asiento (invocar me daba sed).
–¿García?
El Clio comenzó a oler a plástico quemado.
Caterina me agarró del hombro y señaló detrás de mí: la bola de bronce daba vueltas sobre sí misma y estaba al rojo vivo. Le arrojé el agua que me quedaba; el líquido se tornó vapor, la bola giró mucho más rápido.
Caterina salió por su puerta, yo salí por la mía, la bola salió disparada hacia la luna trasera y horadó el cristal con un sonoro «pluf». Voló más allá de los edificios hasta llegar a las nubes, produjo un gran estruendo, y desapareció.
–¿Ahora qué hacemos?–preguntó Caterina.
La policía y los curiosos que habían visto y oído el incidente se nos estaban acercando.
Entramos deprisa al Clio.
–Vamos al toro de Osborne de la A-31 –ordené.
–Oído. –Caterina bajó el freno de mano, arrancó y se dirigió a la autovía.
Me eché sobre el respaldo e invoqué a Detective. Éste tocó el cristal perforado todavía caliente.
–¡Y dale!, ¡que no avisa!– se quejó Caterina.
§
Te guardaste a Adán en el bolsillo de tus pantalones. Gruñiste cuando las ramas receptoras de tu ES-ES no detectaron la llegada de Eva. Con rapidez acumulaste poder espiritual y averiguaste dónde estaba tu fruta perdida.
Me reconociste mientras estaba bebiendo agua en el Clio.
–García –musitaste. Te rascaste el pecho por encima de la camisa.
¿Eras tú realmente, Karl?
Utilizaste a Gada para que Eva escapase de mi custodia. Poco después, te cerraste al poder psicométrico de Detective usando fuertes ramas mentales.
§
Ya pasaban las seis de la tarde. El Clio estaba detenido en el arcén cerca del otero; los vehículos que transitaban a nuestro lado provocaban temblores fugaces en mi asiento.
Caterina guardó la grabadora y esperó pacientemente a que me recompusiera del trance.
No hizo preguntas: algo sabía.
Seguro que se había informado sobre mí antes de trabajar conmigo (yo me informé sobre ella). Sabría los nombres de mis camaradas en nuestra aventura de Egipto, sabría de la lucha que tuvimos contra el Círculo de Hécate hacía veintisiete años, sabría que sólo sobrevivimos dos usuarios de ES-ES; y el otro no era Karl.
A Karl lo vi con el pecho partido justo antes de que huyéramos de la policía por las avenidas de El Cairo.
Me sacudí el frío del espinazo como pude y agradecí la discreción de Caterina con una sonrisa.
–Prepara la Astra –dije.
Caterina ya sujetaba la pistola. Del compartimento secreto de la guantera sacó un cargador de balas inanimantes y lo introdujo en su arma.
Salimos del Clio.
–Ven detrás de mí y cúbreme, y no hagas ruido –musité.
–Oído. –Caterina amartilló la Astra con cuidado.
Pisé la tierra removida por neumáticos. Alcé la vista, el Toro de Osborne (con sólo dos cuernos) se erguía imponente sobre mí; sus vigas de sujeción proyectaban largas sombras por el otero.
Subí por entre matas olorosas y plásticos desechados hasta que llegué a la cima, Caterina me siguió de cerca con el cañón de la Astra apuntando al cielo.
De repente la tierra oscurecida se removió, de allí surgió un tentáculo de bronce pulido de unos tres metros de alto, salté hacia atrás antes de que me atrapara las piernas.
–『Detective』.
Detective golpeó con su puño metálico y conectó un gancho; el tronco de la cosa se resquebrajó, pero mantuvo la integridad. Me dispuse a atizarlo de nuevo, pero otro tentáculo apareció a mi izquierda y se enrolló en torno al cuello de Detective. El daño que recibió mi ES-ES se transmitió con rapidez a mi cuerpo por el choque psicosomático: mi cuello se apretó hasta cerrar la tráquea. Caí al suelo, incapaz de respirar, incapaz de pensar. Detective desapareció; mi tráquea se soltó, tomé aire de forma entrecortada.
Un destello de sonido atravesó la oscuridad y tiñó el ocaso de azul. Las balas inanimantes impactaron sobre el tentáculo de mi izquierda y lo llenaron de agujeros luminosos; el líquido inoculado fue consumiendo a la cosa hasta desmenuzarla en polvo. Caterina avanzó con la Astra por delante; disparó sobre el tentáculo que quedaba, éste se partió sobre la grieta que le había causado Detective.
El tentáculo gritó, Caterina gritó:
–¡Caterina!–grité–¡Ya te lo has cargado!
Caterina se dio la vuelta y me apuntó. Durante un instante pensé que me dispararía, pero luego volvió en sí y bajó la Astra.
Con su mano libre agarró mi brazo y me ayudó a levantarme.
–Gracias –le dije.
Ella se encontraba al borde de las lágrimas; se aguantaba la llorera sorbiendo la nariz como una criatura.
–Vamos –dije palmeando su hombro. Llené su chaqueta con la tierra que se me había adherido en las manos, se la sacudí discretamente con más palmaditas.
Caterina no me soltaba del brazo.
–Casi te matan porque no he estado lo suficientemente atenta.
Yo la miré con toda la seriedad de la que dispongo; Caterina se quedó con los ojos como platos, aguantó la respiración.
~Lo has hecho tan bien como Charles Bronson.
Su llanto dejó paso a una risa histérica en una décima de segundo.
–¡Que antiguo eres, por Dios!
Sentí un resto de energía en el tentáculo partido.
–『Detective』 –invoqué de nuevo.
§
Conducías el Dacia gris por una carretera serpenteante. Eva ya había regresado a ti: tenías las dos frutas maduras en tu posesión, listas para el Amo.
Torciste por un camino sin asfaltar que hendía la montaña. Llegaste a la rotonda, pasaste al lado de unos arbustos decorativos; sus ramas se agarraban a un letrero donde ponía: «URBANIZACIÓN EL RACONET». Atravesaste la calle principal (casi vacía por la temporada baja) y paraste en un bungaló indistinguible de los otros.
Entraste en la casa, te quitaste la chaqueta y los zapatos, dejaste las llaves del coche en el llavero. Te embargaron el olor de tierra y el susurro: sentiste el hogar.
En el salón de la planta baja, el Amo descansaba cerca del sofá manchado de sangre.
¿A cuántos más desde que moriste, Karl?
Ya no te importó que yo te siguiera el rastro; sabías que tu trampa o bien me mataría o bien me retrasaría lo suficiente.
El Amo despertaría de su letargo, y el mundo sería suyo.
–Te esperamos, García –me dijiste.
§
–Sé dónde está El Raconet, García –dijo Caterina luego de consultar su móvil–: está de camino a Castalla.
Bajamos al Clio todo lo rápido que pudimos. Caterina sacó del maletero una sirena de plástico de una policía extranjera, la conectó al enchufe cercano a la radio y la pegó al techo mediante unas ventosas.
–¿De dónde has sacado eso?–pregunté mientras nos sentábamos.
–De mis vacaciones a Andorra.
Una vez cerró de mala manera (el cable de la sirena se quedó enganchado a la puerta), Caterina hizo contacto con las llaves. Por encima de nosotros, la sirena aulló como mil perros desentonados y parpadeó con luces amarillas y naranjas.
–¿No es ilegal?–dije un tanto preocupado.
Caterina giró el volante, aceleró, me miró de soslayo, y sonrió.
Llegó al cambio de sentido más cercano, con un hábil derrape enfiló dirección Madrid. Un BMW al lado y un ciclópeo Scania delante hicieron sendos milagros para apartarse a tiempo. Caterina empujó el pedal hasta el fondo; alcanzaba los 130 Km/h, en las bajadas podía llegar hasta los 150 (el motor del Clio no daba para más).
La noche nos vino en el momento en que Caterina giró por Sax. Bien sujeto a la agarradera de la parte superior de mi puerta, saqué el móvil evitando marearme en el intento. Telefoneé a la central para pedir refuerzos, maldije cuando escuché el tiempo de respuesta.
El Clio se desvió hacia una pequeña carretera de montaña. Unos minutos después, Caterina aminoró la marcha, apagó la sirena y las luces y giró suavemente por un camino cuyo cartel de entrada ponía: «Urbanización».
Caterina se detuvo antes de llegar a la rotonda de El Raconet.
–¿Cuál es el plan?–musitó.
–Sígueme a distancia –contesté–; Karl sólo me ha percibido a mí: tú serás la sorpresa.
–Oído.
§
La noche amarillenta sobre los bungalós me recordó mi última velada en El Cairo.
Me acerqué por en medio de la calle hasta llegar al Dacia gris. Mis pasos, el viento frío de la montaña, el golpeteo nervioso en mis tripas se amortiguaban por un susurro grave que entumecía la parte interior de mis oídos. Me paré a escuchar; el susurro se magnificaba al rebotar en las paredes, en los cristales, en el interior de los bungalós. Había casas con luz tras las ventanas: ¿nadie se daba cuenta de aquel ruido?
En el bungaló frente a mí, la puerta de contrachapado se abrió:
–Adelante, García –dijo una voz desde dentro.
Nada más entrar, me encontré con una mesa repleta de fotos de un matrimonio sonriente y tenso; aparté la vista de ellos y cerré la puerta (no quería delatar a Caterina antes de hora). Bajo la luz de una solitaria bombilla del techo, Karl se sentaba sobre un sillón. Llevaba la camisa desabrochada; en su pecho latía un bulbo verdoso, se anclaba a su piel mediante una infinidad de pequeñas raíces. Al lado de Karl (junto al sofá manchado de rojo) había un sarcófago gigantesco en cuya tapa se representaba la figura de un hombre de proporciones bíblicas. Sus piernas, sus brazos, su torso desnudo y sus cabellos estaban decorados con motivos de hojas de parra. Oía cómo susurraba desde el interior.
Karl miraba la tele que, atornillada en la pared frente a él, sólo retransmitía negro: el cable de la antena estaba arrancado de cuajo.
–¿Han echado algo interesante?–pregunté–¿Algo que te haya llamado la atención como, por ejemplo, un crimen múltiple en Elche?
–No. –Karl apagó la televisión con el mando a distancia–. Ya ni siquiera me acuerdo de lo que estaba viendo.
Se tocó el bulbo del pecho con un cariño repulsivo; el susurro aumentó de intensidad.
–Estás mayor –continuó–. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Me guardé las manos en los bolsillos (no quería que me las viera sudadas).
–Veintisiete años.
Karl abrió un poco sus ojos secos y enrojecidos, luego los volvió a dejar indiferentes.
–Sin embargo, tú no has cambiado nada –dije.
–Gracias. –Karl me mostró unos dientes manchados de una sustancia verdosa.
–No. –Sacudí la cabeza con demasiada efusividad–. No es un cumplido:
»El tiempo no pasa para los muertos.
–Tú me dejaste para que muriera, me abandonaste –replicó Karl. Se rascó cerca de su bulbo hasta herirse una piel de la que no brotaba sangre, sino un humor blancuzco y pegajoso–. El Amo me salvó, me ofreció una nueva vida, me libera de la angustia.
Yo di un paso hacia delante, Karl apretó el mando a distancia.
–No tienes tu antiguo ES-ES –expliqué–. Tu alma se ha ido: eres un no-muerto.
Karl se levantó del sillón y lanzó el mando, éste quedó incrustado en el televisor; unas chispas eléctricas saltaron y ennegrecieron el suelo de cerámica.
–Siento no haberte dado sepultura –dije.
–¡No más mentiras!
Karl se quitó la camisa y alzó los brazos, su bulbo tembló al ritmo del susurro.
–『Gada』–exclamó.
–『Detective』.
De las manos de Karl brotaron ramas broncíneas y puntiagudas, Detective me defendió de sus ataques con directos de derecha e izquierda; destrozaba las ramas con sus puños metálicos, pero otras las relevaban en el acto y la cosa volvía a empezar. Nos mantuvimos en tablas unos segundos; entonces, Karl dio dos pasos hacia atrás y plantó los dedos en el suelo. Las baldosas se desmenuzaron, y de la tierra nacieron tentáculos altos y gruesos que acabaron con el sillón, el sofá, la tele y los muebles restantes. Golpeé con Detective; los tentáculos se agruparon como barrotes inexpugnables, resistieron todas las acometidas.
Karl bajó las manos y me dio la espalda. En ese momento, el sarcófago dejó de susurrar.
Un brazo apartó la losa como si de una hoja seca se tratara. Un gigante se levantó de la tumba; tan solo se vestía con las ramas incrustadas en sus fuertes músculos. En su mano llevaba dos bolas de bronce, machacadas y rezumantes de un icor verdoso. Las soltó descuidadamente.
–¡Amo!–Exclamó Karl con regocijo.
El gigante se acercó a Karl, atenazó su bulbo y se lo arrancó de cuajo. Karl cayó al suelo ya muerto; los tentáculos invocados por su ES-ES se deshicieron en el aire.
Despejado el camino, envié a Detective directo a machacar la cabeza del gigante. Éste, en un parpadeo, soltó el bulbo, levantó la tapa de su sarcófago y la partió contra Detective; el choque psicosomático me lanzó hacia atrás.
El gigante agarró la mano de Detective y no la soltó.
§
Los primeros pecadores te condenaron: tú cubriste su desnudez, y con ello también pecaste a ojos del Sol.
Un gigante te salvó de tu destierro eterno. Te llamó por tu antiguo nombre:
«Gada».
Te insufló la vida que te habían arrebatado.
Las estaciones pasaron y tú y el gigante os unisteis en un cuerpo y en un alma. Caminaste por la tierra como un nuevo Sol, la gente te temía y te ofrecía sus adoraciones y sacrificios. Ya no te alimentabas con la Luz que te había rechazado, sino con los amantes que, al igual que su primer padre y madre, habían mancillado su contrato ancestral.
Pasaron más estaciones hasta que los fieles del Sol te encontraron. Luchaste contra ellos con espada y espina, pero tus enemigos eran muchos y, finalmente, te vencieron.
Te sellaron en un sarcófago y te custodiaron e la ciudad del Sol. Esperaste…
…Hasta que fuiste despertado por nuestra batalla final en El Cairo, donde encontraste el cadáver de Karl y lo reanimaste.
§
Detective se desmaterializó sin mi permiso. Yo sentí el dolor en mi espalda y caí sentado junto a la pared. Me di cuenta de que el gigante llamado Gada estaba acuclillado frente a mí; grité hasta quedarme afónico. Sus ojos verdes y profundos suavizaban mi mente, sus manos se acercaban a mi pecho: deseaba acariciarlo. Me hablaba, me convencía de cosas.
Por un momento, la tentación de abandonar fue muy fuerte, casi insoportable; pero…
«No».
Era un canto bizarro y monocorde, poderoso.
«No».
A pesar del dolor, a pesar del cansancio, a pesar de la tristeza, a pesar de la vejez prematura que ya se afianzaba en mis miembros, a pesar de ello, me levanté.
Caterina apareció detrás de la puerta de cristal del patio trasero.
–¡No puedes pasar!–gritó.
Caterina disparó sus cargas inanimantes; las estelas azules rompieron el cristal en mil pedazos e impactaron en el pecho de Gada, el líquido de las balas consumió el costillar y los tejidos de alrededor en pocos segundos, de dentro apareció un tubérculo informe y supurante que tomaba todo el espacio del tórax.
Eso era el verdadero Gada.
La Astra produjo un hueco «clic» en vez de un «pum», Caterina maldijo algo incomprensible, el tórax empezaba a regenerarse.
–『Detective』.
Detective voló hasta Gada. Con un certero uno-dos aplastó el tubérculo. Sentí la savia pegajosa entre los dedos metálicos de mi ES-ES.
Detective no habló más: el caso estaba cerrado.
§
Me recliné en el asiento del copiloto del estrecho Clio. Mi espalda estaba molida, pero los calmantes que me dieron los de la ambulancia empezaban a surtir efecto.
La policía acordonaba la zona y se mantenía a distancia; esperaban a que el operativo de trata sobrenatural del CNIS se hiciera cargo.
–No está mal para una novata sin poderes, ¿verdad?–dijo Caterina sentada a mi lado.
–¿Sabes?–contesté–, quizás hayas salvado el mundo hoy: yo diría que lo has hecho más que bien.
Caterina enrojeció, el labio empezó a temblarle.
~¿«No puedes pasar»? –Cambié de tema rápidamente–¿Ahora citas a Tolkien?
–Ya lo sé… no se me ocurrió otra cosa.
~Vas a tener que mejorar tus frases si vas a trabajar conmigo, jovencita.
Continuamos hablando de tonterías hasta que nos relevaron sobre las dos de la madrugada.
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Sobre el autor: Carlos Pellín Sánchez. Novelda, 1986. Licenciado en matemáticas. Profesor de secundaria.Desde siempre ha querido escribir historias. Tras dejar de estudiar, lo intentó con más ganas.Diestro común de espada larga. Todavía empuña el acero en su corazón.Tiene escrito un relato en esta página: «La soñada», así como el poema «Me has encontrado, detective» en la revista Pulporama.Fue mención de honor el el concurso de Fabulantes «Más allá de la muerte» Con el cuento «El baile binario».En Lektu tiene publicado el «Cantar de Fayna y el Forastero».En twitter está intentando escribir poemas de sus universos favoritos.
Su perfil de Twitter es: @heriseus
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Todavía me sorprende la imaginación de algunas personas.
Me ha costado entender la historia, no estoy puesta en detectives.
No es que no estés puesta en detectives, es que no es un relato policíaco al uso. Carlos Pellín tiende a salirse de lo convencional.
Muchas gracias por tus comentarios, Laura!!