A pesar de que desde que muriera su mujer había dejado de lado toda forma de vida social, el bueno de don Jaime era recordado con cariño por la mayoría de los miembros de su comunidad. Algunos echaban de menos su carácter dicharachero —había sido explorador en su juventud y siempre tenía alguna historia que contar, en especial sobre las deslumbrantes selvas vírgenes— y su habilidad para imitar los sonidos de los animales. Otros apenas se acordaban ya de él, sobre todo los más jóvenes. Insistentes al principio con eso de que tenía que salir más, los vecinos terminaron por convencerse de que a aquel octogenario de barba canosa y sonrisa afable nada le importaba ya en la vida, pues solo salía para hacer la compra o ir al médico. Se había vuelto reservado, aunque no antipático. No obstante, todavía hacía bromas cuando se encontraba con algún vecino en el descansillo. Aún se le podía ver escuchando su pequeño transistor en un banco del parque de los álamos cuando el sol de la tarde le daba un respiro. Presentaba, además, un hábito que nadie le había visto abandonar en todos los años que llevaba residiendo en la comunidad: don Jaime se sentaba todas las mañanas a leer un libro en la butaca de su salón. En cuanto la luz del día era lo bastante potente como para permitirle ver con claridad, allí se repantigaba a disfrutar de una buena taza de café con el volumen de turno entre las manos. Esto se sabía, porque, al no usar cortinas, cualquier vecino del bloque de enfrente que viviese al mismo nivel o en plantas superiores podía verlo.
Y no eran pocos. Para Sergio representaba una alegría poder ver a don Jaime a diario desde la ventana de su cuarto. Había ocasiones en que incluso lo saludaba con la mano desde su sillón. Aquel gesto era para el niño como un punto de referencia que le hacía sentir la seguridad de lo cotidiano. Por su parte, Josefina, la del cuarto, se preguntaba por qué narices aquel hombre no ponía cortinas en su piso. Ella adoraba la privacidad por encima de todo; no le gustaba que nadie supiese lo que cocinaba o los programas de televisión que veía, aunque a buen seguro aquel viudo amante de las novelas tenía pocos secretos que ocultar. Por otro lado, Lorenzo, el joven separado del quinto, no estaba muy al corriente de las actividades de Jaime, porque trabajaba por las noches en un casino y cuando llegaba a casa cerraba las persianas y se echaba a descansar.
Así las cosas, a todos sorprendió la mañana primaveral en la que el anciano faltó a su cita en el salón. De inmediato sintieron que algo iba mal, ya que él era un hombre de rutinas, de esos que compran el pan todos los días a las nueve y que pasean al perro al atardecer. Como quien no quiere la cosa, Josefina y Soledad —que vivían puerta con puerta— fueron hasta el bloque de enfrente y llamaron a la puerta de don Jaime, con la excusa de invitarle a uno de sus adorados cafés. Nadie contestó y tampoco oyeron ladridos, lo cual aumentó su inquietud. Como era mayor y no tenía familia conocida, telefonearon enseguida a la policía, que se presentó una hora después. En el umbral de la vivienda, los miedos de Sergio quedaron confirmados: hallaron a Cuqui (su perrita) muy nerviosa y con bastante hambre, y a don Jaime muerto en su cama, con un libro de ornitología entre las manos y la lámpara de la mesilla de noche aún encendida. Al parecer nunca llegó a despertarse aquella soleada mañana de domingo.
A los pocos días llegaron unas personas a inspeccionar el piso y a recoger los objetos personales. Para su sorpresa, hallaron una caja bien envuelta debajo de la cama que pesaba lo suyo. Esto se supo después, porque, al parecer, las personas que entraron en la casa de don Jaime —trabajadores sociales— hicieron llamar a cada uno de los sorprendidos vecinos de los inmuebles aledaños. Como no cabían todos en el salón se los dispuso en fila india, de forma que no había en la estancia más de diez personas a la vez. Cuando le tocó el turno a Josefina la vieron alzar las cejas, estupefacta al recibir un libro de cocina que versaba sobre una de sus pasiones ocultas: la repostería. Al abrir la llamativa pero ajada portada, descubrió unas palabras en la primera página. Se ajustó sus gafas de montura gruesa y leyó: «Para doña Josefina, que tan feliz me hizo con aquellas galletitas de anís y pasas. Espero que este libro le ayude a seguir preparando lo que más le gusta en el mundo: los dulces.» Más tarde, a Sergio le entregaron un libro de aviones con impresionantes ilustraciones a todo color. En el interior encontró la dedicatoria: «Para mi pequeño Barón Rojo: que este libro te ayude a no abandonar tu pasión y te convierta en el futuro en uno de los grandes.» Soledad recibió una novela romántica con el texto: «Querida amiga: deseo que su nombre se convierta pronto en una anécdota que nada tenga que ver con el estado civil que tanto la apena. Mientras tanto, permítase soñar con esta fascinante historia».
Ese jueves por la tarde, todos en sus casas sostenían entre sus manos las obras que les había legado don Jaime. Conteniendo el aliento, Sergio abrió su libro y se convirtió en un audaz piloto al que nadie podía abatir, mientras que Josefina apuntaba muy concentrada en un pedazo de papel los ingredientes necesarios para preparar unas delicias turcas. Y aquella noche, Soledad se transportó hasta un hermoso velero blanco que surcaba unas aguas tan azules como sus ojos soñadores, en compañía del apuesto capitán que la hizo olvidarse del significado de su nombre…
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Belén Conde inició su viaje literario en 2015, aunque lleva escribiendo más de dos décadas. Ha divulgado artículos en periódicos y revistas y publicado historias y microrrelatos para editoriales como San Pablo, El Libro en Blanco o La Pajarita Roja, entre otras. Su obra «Luz y Tinieblas» ganó el premio Boolino de ficción juvenil en 2017, y fue publicada por la editorial Bruño ese mismo año. En 2021 publicó «Las Horas Prestadas», una novela corta de narrativa juvenil. Es licenciada en Filología Inglesa y tiene un máster en Criminología y Psiquiatría Forense.
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Tiene una sensibilidad especial
Muchas gracias por leerlo, Antonio! Me alegro de que te haya gustado. ✨