Crujió la hojarasca bajo sus zarpas y crujió el mundo.
El saurio se detuvo en seco al instante. Sus pequeños ojos del color del vaho helado escrutaron la nocturna arboleda. Las semillas pesadas caían haciendo hélices en el aire, a las hojas las agitaba un viento furtivo. Nada respiraba en el bosque. Ni siquiera él mismo.
Tras unos latidos, el saurio continuó, cauteloso. No tuvo que dar más que un par de pasos para que algo agrio inundase sus fosas nasales. Se acercó a comprobarlo, aunque no era más que atestiguar lo que ya sabía. En las colosales raíces de un helecho titánico, la orina del depredador se depositaba como la señal de peligro que sin duda era.
Un bufido discreto brotó de la garganta del saurio, escapando el aire entre sus gargantuescos colmillos curvos. Era graciosa esa palabra.
Depredador.
Referida a otros le daba un cariz como de presa, de alimaña. Así lo habían deformado los tiempos, lo habían reducido a eso. A carroñar, a dejar de luchar. Un rey destronado, un ápex empujado de la cima, la vetusta estirpe de terópodos aplastada, reducida a polvo de hueso viejo. Nada más que eso era.
Se quedó observando aquellas raíces un tanto más, la vaga silueta borrosa que veían en la penumbra húmeda de la noche; la misma que esperaba que lo ocultase a él. Depredador y presa, lo rápido que se intercambiaban esos puestos era vertiginoso.
Después, continuó. El hambre nos hace actuar como dementes, y él tenía un hambre feroz. Cada vez había menos comida, cada vez otros comían más y él se veía obligado a rapiñar. Picaba de aquí y de allá, como un pterosaurio peregrino en busca de un bocado fácil. Media tonelada de escoria.
Su andar bípedo rascaba el suelo putrefacto a cada paso, sus costillas emitían un leve crujido al respirar que en el silencio ónice sonaba estertoroso. Estaba en el territorio de la bestia.
Hacía demasiado tiempo que no atrapaba algo grande, algo sobre lo que dejar caer la cabeza y arrancar un buen pedazo de jugoso músculo. De tragar la carne tierna y la sangre caliente mientras la presa caía al suelo, incapaz tan siquiera de emitir un último gemido de dolor.
Y devorar.
Depredar.
Algo atrajo su fino olfato. Se detuvo en un punto concreto y olisqueó el suelo. Acercó tanto el hocico que el pequeño cuerno en su punta se manchó, llenándole los pulmones de aquel perfume metálico.
Sangre, hedía a sangre.
Siguió el rastro, la baba translúcida bamboleando en sus fauces. Poco importaba el cómo se sentía. Estaba famélico. Sus pasos fueron ralentizándose poco a poco según se acercaba. Observado por los crepitantes insectos voladores, el saurio no era más que un pececillo diminuto en una corriente verde, rodeado de las frondosas copas de helechos titánicos que no dejaban pasar ni la luz de la luna ni la vista inmisericorde de las estrellas. Desde las alturas, de hecho, no era más que un tormentoso mar de verde profundo. No existía, no era.
Delante del carroñero había algo grueso que apestaba a sangre seca y grasa rancia. Estaba a medio devorar, así que no identificaba bien de qué se trataba. No obstante, podía colocarlo en una categoría esencial: comida. Solo restos, la carroña, pero eso ya no importaba. Volvió a mirar a su alrededor, como si pudiese ver algo en la noche obsidea.
Negro silencio.
Continuó. Hundió su cabeza en el cadáver abierto en canal y tragó carne cálida. Sus ojos se posaron en algunas de las heridas de aquel coloso. Surcos largos, desgarros sucios hacia arriba. Algo monstruoso. El premio de la bestia. Su territorio.
El saurio agitó levemente la cabeza y la volvió a hundir en el cadáver. Ya tendría tiempo de temer cuando su propia sangre se le acumulase en la boca. Hasta entonces, temer significaba la muerte, tanto o más que ser atrapado.
Nada existía. Los árboles se habían deshecho, la calima había caído y el agua se había evaporado. Ni siquiera su cuerpo quedaba entero, tan solo su cabeza hundida en aquel oasis de carne y tripas, el remanso de sangre coagulada. Tragaba trozos y llenaba su pecho del dulce hedor de la presa fenecida. Qué importaba cazador o carroñero (o incluso presa) si tenía acceso a semejante placer. Lo rojo, lo vivo, lo palpitante. Era conquista al fin y al cabo.
Entonces se lo arrancaron de entre los dientes, como todo lo demás.
Un golpe furtivo, en el silencio de la noche. Algo que le desgarró un costado y lo mandó volando contra un tronco con aroma a podredumbre. Se otorgó un instante de confusión en el suelo, un calambre recorriéndolo de la punta de sus diminutas zarpas delanteras a la de la larga cola.
Algo rugió muy cerca. No veía nada, pero el saurio lo reconoció, pues era más negro que la noche misma.
La bestia.
El hocico alargado, los brazos más largos, terminados en curvas zarpas, los músculos ensortijados y tensos. Tenían cierto parecido, solo que la bestia era mejor. Más grande, más pesada, más feroz e inmisericorde. Depredador y presa, puestos perecederos como un cadáver abandonado a su suerte. Seguramente aquel monstruo lo llevase observando un buen rato, esperando. A nadie le gusta que le roben comida.
El hocico alargado de la bestia, cubierto de colmillos como témpanos de hielo, se abrió de nuevo. El saurio se incorporó. Aún estaba dolorido, magullado, pero había sido más un empujón que otra cosa. No había podido atraparlo bien, heridas superficiales.
Estaba vivo.
La tierra crujió.
Auguraba que no lo estaría por mucho tiempo.
Agachó la figura mientras trotaba. Las mandíbulas del monstruo se cerraron sobre el aire que antes ocupaba su columna. Esquirlas de madera saltaron.
La bestia retrocedió unos pasos y el saurio aceleró todo lo que pudo. Sin embargo, era más pequeño. De un par de zancadas, la bestia apreció tras un grueso árbol y le cortó el paso.
Otra dentellada que el saurio esquivó, colocándose tras el tronco, bailando una danza sumamente peligrosa. Se deslizaba entre los ramojos por puro instinto. Apenas veía, tan solo sentía. El cráneo alargado de la bestia lo seguía con la vista, con aquellos ojos hundidos enmarcados en sobresaltos óseos. La bestia, el monstruo. El rey.
El carroñero se lanzó. Vivo, lleno de sangre y carne en el estómago. Casi se sentía como antes, en los viejos tiempos, con el miedo mezclado con la excitación. El corazón latiendo como nunca. Hizo una finta y la bestia cayó. El saurio saltó sobre la grupa de su contrincante. Clavó los enormes incisivos. Por un instante, tuvo la certeza de que podría tirar y arrancar. De que podría vencer.
Matar.
Entonces, la bestia se revolvió, cuatro veces su peso expulsándolo con ira. Rodó por el suelo, pero se colocó en pie casi de inmediato. Vivo, se sentía vivo.
En una respiración, escrutó lo que tenía delante. Se giró bastante rápido. Bastante, era un adjetivo gracioso. El adjetivo de quien no da la talla y trata de consolarse.
Una fuerza apabullante cayó desde arriba, como un meteoro. Las fauces se precipitaron como un tronco cayendo, apretaron tanto que le expulsó todo el aire de los pulmones y sintió rechinar las costillas. Lo golpeó contra el suelo y los dientes le castañetearon, llenándose de hediondo cieno. Sus patas hicieron fuerza, pero solo se hundieron más entre la hojarasca muerta. Un presagiado de un cuerpo que busca tierra.
El saurio rugió, desgañitó la garganta mientras lanzaba dentelladas. Si conseguía hundir sus colmillos como era debido aún podría salir de aquella, incluso ganar. Sin embargo, la cabeza de la bestia estaba lejos. Lo levantó en peso muerto y dio un tirón rápido. El saurio notó como algo se le escapaba.
La bestia lo dejó caer y el carroñero aprovechó para huir. No obstante, el resto de él decidió no hacerlo. Las piernas no respondían, la cola no se agitaba. Un dolor electrizante comenzó a recorrerlo. Su visión se volvió borrosa y el sabor metálico de sobra conocido inundó su boca.
La bestia se dio la vuelta y se colocó delante de él, como si quisiera que viera lo que estaba a punto de hacer. El carroñero no le daría ese placer, porque la noche estaba tan cerrada que solo veía una mancha de alquitrán burbujeante mirándolo con esos ojos amarillos ambarinos. Enfermizos, hambrientos como los suyos. Siempre hambrientos. A esas alturas ya debería de estar saboreando la sangre de la presa en la boca. El carroñero lo entendía.
Las mandíbulas de la bestia se lanzaron una última vez. El último rugido del saurio derrotado fueron los crujidos húmedos y secos de su cuello, los que hicieron temblar la noche sepulcral.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Carlos Ruiz Santiago (Sevilla, 1998) es escritor de género fantástico, profesor de idiomas acreditado por TEFL International y estudiante de cine. Ha publicado y participado en obras tanto de manera independiente como con editoriales, así como en el ámbito nacional e internacional. Tiene tres novelas (Salvación Condenada , Peregrinos de Kataik y Ceniza en las venas ) y una recopilación de relatos (Miedos que me sangran). Ha participado en numerosas antologías (Crann Bethadh, Devoradoras, Transfórmate o muere, …) y en revistas (La Cabina de Nemo, Ab Terra Flash Fiction,…) y diversas páginas web (Fabulantes, HorrorAddicts,…). También es redactor en las páginas web Dentro del Monolito, El Cementerio de Espadas y Espiademonios. Da talleres sobre cine y literatura con Manuel Castilla Gómez y es el co-creador de La sociedad boticaria de amigos de la fantasía, el terror y la ciencia ficción, dedicada a dar charlas sobre literatura de género en la librería Botica de Lectores.
Su instagram: Carlos Ruiz Santiago (@darko06) • Fotos y videos de Instagram
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Pobre saurio, pensé que que le daría una tunda a la bestia.
Muy entretenido desde el principio. Sin pausas. Sin tregua.
Me gustó mucho el inicio, cuando detecta el olor del depredador, imagino que será lo que sienten en la nariz los perros cuando se acercan a territorio marcado .
Un buen relato con muchos palabros de diccionario, no veáis lo que aprendo.