—¿Eh, tío, vienes esta noche a la fiesta?
Alberto levantó los ojos del informe contable que estaba corrigiendo y la luz apagada de su mirada lo hizo callar de repente.
—No, lo siento, no tengo ganas.
Pedro le pasó una mano por los hombros.
—Vamos, hombre, no te puedes quedar así para siempre. Ya sabes que todos lo sentimos, pero han pasado más de seis meses. Y tienes que olvidar.
En la oficina volvió el ruido, los susurros y el rumor oscuro de la gente anclada a su lugar de trabajo. Alberto dejó el bolígrafo sobre el papel formando un perfecto ángulo recto con la línea superior del folio impreso. Respiró profundamente y se echó atrás, haciendo crujir la silla con tanta fuerza que Pedro pensó que se partiría en dos.
—Lo sé, amigo, pero no puedo, es imposible. La quería tanto…
—¿Crees que no lo sé? —Pedro cogió otra silla y se sentó a su lado. Era su jefe directo, pero también su amigo, siempre lo había sido, desde que Alberto había entrado a formar parte de la compañía—. Lo que te hizo Anna fue una verdadera putada, pero ya ha pasado tiempo…
—Es que nunca lo hubiera pensado.
—Nunca creemos que nos puede suceder a nosotros.
—Pero Anna… —Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos, irritados por la rabia y las largas noches de insomnio.
—¿Cuánto hace que no duermes?
Alberto levantó cuatro dedos de su mano.
Pedro movió la cabeza.
—Eso no es normal. Te pasas las noches en blanco viendo películas de terror y pensando en una mala mujer que te engañó con su entrenador personal. Debes recuperar tu vida.
—No puedo…
—Bueno, pues prométeme que hoy no verás ninguna película de… de esas.
—Es lo único que me hace olvidar… Eso y cuando voy a regar las plantas de mi vecina y doy de comer a su gato.
Pedro le clavó dos golpecitos con el dedo en la frente:
—Mentalízate o te volverás más loco que los personajes de esas viscosas películas que no paras de ver. No puede ser bueno estar sobresaturado de crímenes y de monstruos. Seguro que es lo que no te deja conciliar el sueño.
—Quizá tengas razón.
Pedro se levantó de la silla y miró a su amigo directamente a los ojos.
—Hazme caso, ella no lo merece.
Y, sin decir nada más, se alejó camino de su despacho y desapareció detrás de la puerta de cristales, detrás del espejo de Alicia, dejándolo en otro mundo, su mundo…
***
Alberto había perdido a su esposa hacía seis meses, dos semanas y tres días.
Lo recordaba perfectamente. Había sido el 13 de febrero, un día antes de San Valentín. Tenía una migraña de cuidado y decidió irse a casa. Al llegar le pareció escuchar voces en su habitación. Quizás Anna, que solía teletrabajar, tenía puesta la televisión o la radio. Le gustaba dejarlas como ruido de fondo mientras se metía de lleno en sus proyectos de diseño de interiores. La monótona cadencia de aquel latido en su cabeza le torturaba. Fue directo al baño y se tragó una pastilla de ergotamina con un sorbo de agua. Iría a cambiarse y se acostaría… Al llegar al dormitorio principal los encontró a los dos practicando sexo furiosamente. Ni tan siquiera se dieron cuenta de su presencia hasta unos segundos más tarde; la mirada de su mujer al verlo fue patética. El otro cogió sus cosas y se esfumó sin decir nada. Ella continuó sosteniendo su mirada en silencio hasta que ya no pudo aguantar más y rompió a llorar. En ese momento terminó todo entre los dos. Doce años de perfecto matrimonio se habían ido a pique. ¿O quizás no había sido tan perfecto?
¿Qué era lo que había hecho mal? Si bien, en realidad, la pregunta que debía hacerse era: ¿había algún culpable? Fuera cual fuese la respuesta, Alberto cayó en una profunda depresión de la que le resultó muy difícil salir. Ni el psicólogo ni el psiquiatra, ni el puñado de fármacos antidepresivos que le prescribieron, pudieron hacer nada para aliviar sus penas.
Incluso llegó a pensar en el suicidio, la oscuridad final su único anhelo.
Llegados a aquel punto, y hundido en aquel abyecto pozo, un día, mientras cambiaba de canal en la televisión tropezó con la película ¿Qué fue de Baby Jane? y consiguió, por unos instantes, deshacerse de sus turbios pensamientos. El inolvidable duelo entre la Crawford y la Davis le había transportado a un mundo bizarro cargado de perversidad y malevolencia que le había proporcionado, inesperadamente, algo de luz. Aquella noche pudo dormir de un tirón. El efecto apenas duró un par de días, pero cuando creyó que su suerte volvía a abandonarle de nuevo descubrió en otro canal a Norman Bates y sus enloquecidos ojos arrebatándole el alma a través de la pantalla, de la misma forma que lo había hecho con su momificada madre. Y Psicosis también le hizo olvidar…
Después vinieron otras.
Todas eran películas de miedo, de angustia, de terror… Ellas borraban sus miedos, sus angustias, sus terrores… Había encontrado finalmente el antídoto al veneno que le corroía las entrañas.
Se compró una televisión que ocupaba casi toda la pared de su pequeño comedor y cuando la casa se convertía en una gran caja que lo intentaba asfixiar con fragmentos de su pasado, la encendía buscando entre los canales de pago su adictiva droga.
Y mientras la consumía lloraba, acunado por sus propios recuerdos…
***
Antes de llegar a su apartamento, ratonera de pesadillas, pasó por el pequeño supermercado que ocupaba los locales de un edificio cercano y compró unos tomates, una lechuga, queso fresco, pan, una botella de vino y salsa agridulce en bote. La cajera le dedicó una bonita sonrisa y él se lo agradeció con un intento de cordialidad. Hacía tiempo que la mujer -aproximadamente de su edad, rostro agraciado, pelo negro como el carbón y enormes ojos verdes color yerba recién cortada- parecía flirtear con él. Al menos, esa era la sensación que le daba. Y había de reconocer que era todo un halago, pero…
No obstante, aquel día, antes de salir al exterior la miró por el rabillo del ojo y ella enrojeció al darse cuenta. Alberto sonrió. ¿Desde cuándo no lo hacía? ¿Seis? ¿Siete meses? Ni lo recordaba. Una leve sensación de esperanza agrandó su corazón.
Quizás aún no era demasiado tarde. Quizás…
***
Llegó al piso, se deshizo de la chaqueta y fue hacia la cocina, donde empezó a prepararse una sencilla ensalada. La imagen de la cajera no se le quitaba de la cabeza. Estaba de buen humor. Encendió la televisión y fue cambiando de canal mientras cortaba la lechuga: un concurso, un aburrido documental, la teleserie turca de rigor… Un extraño hormigueo recorrió su columna y llegó hasta sus brazos, confiriéndole un escalofrío. Ahí estaba de nuevo… Y no pudo resistirse.
Cenó viendo La matanza de Texas, la original, la de Tobe Hooper, tragando pedazos de queso y atún mientras Leatherface trinchaba de cuajo los gritos de sus víctimas al son de su sierra mecánica.
Hacía calor. Abrió las ventanas al terminar la película. El aire acondicionado se había estropeado unos días atrás y el bochorno del verano llenaba el piso de una presencia agobiante y pegajosa. Por suerte, la brisa que llegaba del cercano mar resbaló por su rostro y le permitió respirar profundamente. La ciudad dormía, medio muerta por las vacaciones; eran pocos los coches que circulaban por la calle, habitualmente hirviente de actividad. Salió al pequeño balcón y encendió un cigarrillo acodándose en la barandilla mientras contemplaba el perfil de los edificios recortados contra el cielo nocturno. Aquella noche, al meterse en la cama, sus párpados se cerraron suavemente sin temor y se permitió dejarse arrastrar al mundo de los sueños guiado por la imagen de la cajera -se llamaba Cristina-, un luminoso faro que devoró sus pesadillas a furiosas dentelladas.
***
Se despertó sobresaltado.
Sus ojos se abrieron y no vieron más que oscuridad. No, no sólo había oscuridad; había dejado la ventana abierta y la luz de una farola desde la calle proyectaba caprichosas formas sobre el techo. Su corazón latía acelerado.
¿Había escuchado un ruido?
Prestó atención, pero la duermevela no tardó en apoderarse de él, como le sucedía a la protagonista de Pesadilla en Elm Street. A regañadientes, los párpados se le cerraron impelidos por el agotamiento de los últimos días. Antes de que eso sucediera, creyó ver las afiladas hojas del guante de Freddy salir del colchón yendo hacia él como la aleta del tiburón de Spielberg.
Allí estaba de nuevo.
El sonido era como el de la hojarasca pisada en otoño, como el de una miríada de gusanos alimentándose de la madera de un putrefacto ataúd, el ruido de algo repugnante arrastrándose lenta y viscosamente…
Quiso levantarse, pero sus músculos no reaccionaron, agarrotados por el horror. Todo lo que había visto en las películas fagocitadas durante los últimos meses regresaba ahora en tromba a su cerebro para machacar su raciocinio. ¿Quién había entrado en su casa? ¿Era Jason, el infernal e inmortal asesino de Viernes 13? ¿O Mychael Myers, el inquietante protagonista de La noche de Hallowen? ¿No sería una de aquellas vainas que clonaban y robaban las almas de la gente cuando caían en una profunda somnolencia? Lo había visto en aquella película en blanco y negro… ¿Cómo se llamaba? Tenía el cerebro embotado. Sí, eso, ¡La invasión de los ultracuerpos! Hizo lo imposible por mantener sus párpados abiertos, acongojado. Pero no le sirvió de nada. Su mente no dejaba de elucubrar enfermizos pensamientos. ¿Y si se trataba de un ser parásito y multiforme como el alienígena de La Cosa? ¿O una monstruosa sustancia viscosa procedente también del espacio exterior que, salida del fregadero al igual que sucedía en The Blob, le había convertido en un inesperado Steve McQueen, perseguido y condenado? Si al menos pudiera mover los brazos y alcanzar el teléfono para llamar a Pedro… ¡Por qué demonios no le habría acompañado a la fiesta! Y tenía taaanto sueño…
La puerta de la cocina chirrió. Las bisagras necesitaban ser engrasadas, pero era tan descuidado… De pronto se dio cuenta de que, quienquiera que estuviera en la casa, le otorgaba una oportunidad para escapar. Se esforzó en agitar los dedos de la mano. Los tenía casi helados. Ello le asustó aún más. Apenas los sentía, entumecidos. ¿Por qué? ¿Por qué demonios no podía moverse? La angustia se le agarró a las costillas. A no ser que… A no ser que todo fuera un sueño, uno dentro de otro todavía más horrible, como le ocurría al protagonista de Un hombre lobo americano en Londres infectado por un truculento mal tras haber sido mordido por la bestia. Cuando despertara, agotado y humillado, seguiría vivo y a salvo. ¿O no?
Se removió en la cama con fuerza, mas lo único que consiguió fue sentir que sus petrificados músculos gritaban de dolor. ¿Ese iba a ser su castigo? ¿El castigo por no haber podido salvar su relación? ¡Eh, un momento! Ella aún tenía las llaves de casa. Sí, estaba seguro de que era así. ¿Y si se trataba de su mujer la que había vuelto a buscar algunas de las cosas que le faltaban por llevarse? Pero, entonces, ¿por qué no le había llamado antes? ¿Y por qué no preguntaba si estaba en casa? ¿Y si lo que quería realmente era acabar con él, borrarle de la ecuación, hacerle la vida imposible, transformada en una psicópata, la versión femenina de John Ryder, el perturbador autoestopista de Carretera al infierno?
El corazón se le detuvo entre latido y latido. La puerta de la habitación se había movido y ahora podía escuchar el sonido muy cerca de él, un rumor que se diluía con la brisa que se colaba desde el exterior por la ventana abierta.
Intentó gritar, gritar como lo había hecho Carolyn Craig en The house on haunted hill, pero su grito se le quedó colgado en la garganta cuando sintió que aquello subía por los pies de la cama. Dos discos plateados, aterradores, flotaron en la oscuridad haciéndose cada vez más grandes.
Alberto sintió que la vida se le rompía cuando las sombras le rozaron los pies. Las garras en que se convirtieron sus manos se le aferraron al pecho, donde un puñal ardiente le atravesó de parte a parte. Convulsionó durante unos breves segundos e, instantes después, su cuerpo quedó inerte sobre la cama, la noche acariciando lentamente sus empapados cabellos.
***
Cuando al día siguiente Alberto no fue al trabajo Pedro se extrañó, pero no quiso darle mayor importancia. A media mañana, preocupado tras varios mensajes de WhatsApp sin respuesta y unas cuantas infructuosas llamadas, la voz de un hombre, que no era su amigo, acabó respondiendo desde su móvil. Se identificó como Mosso d’Esquadra.
Sí, la señora que habitualmente iba a limpiarle el piso lo había encontrado muerto, en la cama, su cuerpo enredado de una forma extraña entre las sábanas. Probablemente se había tratado de una parada cardiorrespiratoria, pero el forense sería quien dijese la última palabra. En aquellos momentos, acompañado del juez, estaba realizando el levantamiento del cadáver.
El policía le preguntó si tenía algún animal doméstico.
No, solo cuidaba a veces del gato de su vecina.
Sí, eso es, un gato negro…
***
Tenía hambre y había esperado que aquel hombre triste le llevara la comida, como de costumbre. Pero aquel día no lo había hecho. Seguramente se había olvidado. Humanos. Consiguió zafarse de su prisión y entrar por el balcón abierto. No era la primera vez que lo hacía. Tras corretear por su piso buscando infructuosamente algo que llevarse a la boca, se dirigió a la habitación de su cuidador. Estaba en la cama. Daba vueltas, nervioso, luchando contra fantasmas invisibles, gruñendo y enredándose peligrosamente en la mortal telaraña en que se habían convertido las sábanas.
El hombre triste a lo mejor necesitaba compañía para librarse de sus pesadillas. Dio un salto y se subió a la cama, donde se hizo una pequeña bola a sus pies, cada vez más fríos. Al final, el humano dejó de moverse. El felino ronroneó, satisfecho.
Seguro que había acabado durmiéndose, deshaciéndose de una vez por todas de sus malos recuerdos. La comida tendría que esperar.
FIN
Relato cedido por el autor. No nominable a los Premios Yunque Literario
José A. Bonilla (Sabadell, 1969). Licenciado en Biología y en Bioquímica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Escritor ecléctico, dado a la hibridación de géneros, entre sus obras publicadas destacan Ciudad espejo, ganadora del VI Premio Novela de Terror Ciudad de Utrera (Premium, 2018) y La Inconquistable (Premium, 2014), finalista del XXI Premio Domingo Santos. Su obra El aliento de Brahma (Premium, 2019), fue finalista del XII Premio Novela Corta Encina de Plata 2018. Otras de sus obras son Pétalos de acero (Hermenaute, 2016), elegida para el catálogo LAAB 2019, Juguetes rotos (Dilatando Mentes, 2016), Sombras de Metal (Apache Libros, 2018), Tiempo de caza (Dilatando mentes, 2018), Once días de octubre (Apache Libros, 2019) y ha coordinado, junto a Josué Ramos, la antología Ácronos. De acero y sangre (Apache Libros, 2019). Las Flores de Perséfone, es su novena novela.
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