En el desván, rebuscando entre un montón de cajas viejas, apiladas como en la memoria lo hacen los recuerdos, encontré una pequeña cajita de madera con incrustaciones de marfil. Era muy antigua, su superficie estaba desgastada, y ya no poseía aquella apariencia delicada que sí tenía la última vez que la vi. Cuando era niña solía entrar a hurtadillas en la habitación de mis abuelos para acercarme con sigilo hasta la mesilla; allí sostenía aquel objeto entre mis manos y lo abría con tremendo cuidado, como si me dispusiese a descubrir un cofre repleto de tesoros. A decir verdad, en dicho recipiente mi abuela no guardaba más que unas cuantas estampillas arrugadas de santos y de vírgenes, las cuales, por aquel entonces, tampoco es que significasen mucho para mí. Mi curiosidad era más bien consecuencia de la extraña atracción que, como una Eva en su paraíso, ejercía sobre mí aquel escrutinio prohibido, una simple travesura infantil que me permitía, de algún modo, sentir cierto poder sobre las creencias más íntimas y personales de mis mayores.
Ahora, casi media centuria más tarde y en un desván en penumbras, forcé una vez más la diminuta cerradura; ésta se abrió con un sonido sordo. Levanté la tapa y una fina pluma de ave se elevó en el aire. Flotó frente a mí unos segundos, balanceándose como un navío en el oleaje, antes de caer en el suelo junto a mis rodillas. Durante esos brevísimos instantes, mis recuerdos flotaron con ella, y mi mente se dejó llevar hasta aquella lejana granja de mis abuelos. Me atrevería a decir que incluso llegué a oír, retumbando en mi cabeza, el soberbio cacareado del gallo del corral; ese gallo que, cada mañana, cumpliendo religiosamente con sus obligaciones, alcanzaba a levantar hasta a los muertos.
En la granja yo solía pasar los veranos de mi niñez. Mientras mis amigos presumían de los viajes en familia que llevarían a cabo hasta la costa, yo reía por dentro en silencio, sabiendo que mis días transcurrirían felizmente en un paisaje bucólico, en un mundo que, aunque de ensueño, para la mayoría era solamente un campo lleno de cabritos sucios y de gallinas viejas. ¡Pero nada de eso! Aquellos animales, durante un par de meses, se convertían en mis nuevos y mejores amigos. Lo cierto es que no solo había cabritos y gallinas; allí también vivía un gallo arrogante, un perrillo cojo y tuerto que siempre andaba haciendo travesuras y un pequeño burrito despeluchado que se llamaba Pincel. Y también estaban, por supuesto, mis abuelos.
Era un viejo peculiar; como si se quejara de su suerte, mi abuelo Juan Ramón siempre iba soltando a voz en grito:
—¡Por culpa de Pincel mi vida no es un poema!
—¿Y por qué dices eso, abuelo? —preguntaba yo con inocencia, que no entendía qué habría hecho aquel pobre animal tranquilo para recibir tales reproches.
—Pues porque si se llamara Platero, los dos seríamos, literalmente, un idilio hecho realidad:
¡Un Platero y un Juan Ramón bajo un mismo techo! ¿Te imaginas?
Acto seguido, tras sus fingidos lamentos, solía darle al asno una palmada en sus cuartos traseros; éste, mientras tanto, mirando a su amo con requerimiento, sabía que aquel gesto era en realidad el preludio a una zanahoria, porque el viejo, en efecto, sacaba luego la hortaliza del zurrón y se la entregaba al animal con un leve brillo en los ojos.
Mi abuelo Juan Ramón —que era, según sus propias palabras, «poeta de boquilla»— siempre estaba también canturreando y tarareando por la granja; bien recitando las letras de alguna cancioncilla popular, bien inventando versos que luego repetía como si estuviese pronunciando una sagrada letanía. Uno de los poemas de los que más se enorgullecía se lo había compuesto, precisamente, al gallo de la granja. Durante una tarde entera, me obligó a memorizarlo en voz alta una docena de veces hasta que me lo aprendiera «al dedillo»:
—Así, cuando yo ya no esté, podrás recitárselo a ese rufián siempre que quieras —me dijo.
Su composición, que era un soneto, decía así:
Hasta al perezoso saca del sueño. Glorioso sol que despierta su cante; precioso cacareado distante del que es sin duda indiscutible dueño. Es milagro que de algo tan pequeño Surja un don que hasta a los muertos levante. Al alba no hay primor más rimbombante que el gaznate de un gallo con empeño. Desgallitándose siguiendo el rito no pierde el ritmo ni el compás ni el son, como si tal error fuese delito. Con cresta colorada y espolón, ¿le queda otra opción que no ser gallito, que no cantar con aire fanfarrón?
Rememoro ahora sus palabras y, extrañamente, con ellas pareciera que estoy escuchando también aquel remoto quiquiriquí. ¡Ay, qué días aquellos! ¿Dónde han quedado todos esos momentos del pasado? ¿Por qué la realidad permite estos crueles totalitarismos del Tiempo? No sé si lo oí de labios de mi propio abuelo, pero lo que sí sé es que los animales en realidad nunca mueren, porque, a diferencia de los hombres, ellos no son conscientes del arrollador paso del tiempo. Y por este simple motivo viven, perpetuamente, en nuestra anhelada eternidad…
Recogí la pluma del suelo, la introduje nuevamente en la cajita y continué ordenando aquel montón de trastos viejos.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Mi nombre es Björn Blanca van Goch y nací en Málaga en 1986. Me trasladé a Países Bajos en 2011, donde actualmente resido y trabajo. Soy
licenciado en Odontología y estudiante de Antropología Social y Cultural.
He publicado dos libros: Piel de hojalata (2015), un relato en narrativa lírica y poesía, y Cuando el oro aprieta (2019), una novela en clave de
humor con tintes nostálgicos y algunos poemas, cuyo protagonista es un bandolero sevillano en el Salvaje Oeste de1849. Colaboro ocasionalmente con la revista cultural digital Acalanda Magazine y dirijo el blog Poeta de boquilla: literatura, metafísica y otras importantes tonterías.
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