—Venga, habla —dice Aloaga.
—Es una casa grande —comienza Usia después de varios segundos de lo que podría ser una observación más detenida—. Está pintada en color celeste, y su tejado es rojo oscuro. Todas las ventanas están echadas con cortinas; menos una en la planta superior. Y también hay como un pabellón al lado, no tan alto como la casa.
—Buena chica —masculla Aloaga, y dirige sus ojos cubiertos de niebla hacia el espacio: Aunque ahora quisiera saberlo, le resultaría imposible averiguar si su guía programada le describe lo que sus sensores artificiales reconocen o lo que él mismo le ha relatado en otras ocasiones. En realidad no merece la pena descubrirlo, no quiere desnudar la realidad encubierta, piensa mientras sigue oyendo a la niña:
—Hay un árbol muy grande junto al pabellón, y de una rama baja cuelga un columpio.
—Cógeme la mano, Usia —pide al fin, y al dar el siguiente paso golpea su bastón sobre la piedra lisa del sendero. Como un niño invadido por el miedo y la alegría, Aloaga trata ahora de captar a su alrededor algún detalle que le confirme sus propias sospechas, pero no consigue oír el murmullo de la fábrica de naves de la colina del norte, ni tampoco alcanza a oler el perfume de las flores salvajes de nii que tanto abundaban en los grandes setos. Junto a su compañera de viaje nota la indecisión en sus pasos, esa suave reticencia, ese impulso vago y oscuro que le insinúa el origen de sus errores y la posible forma de resolverlos, o de que al menos ciertas penas no le incomoden en las noches del futuro como ya lo han hecho en las del pasado. La mano tibia de Usia vuelve a provocarle una corriente de escalofríos que recorren su brazo y alcanzan su nuca; mensaje ominoso o certero de que ni siquiera su pequeña guía es lo que parece. Pero ya no sabe ni logra saber qué es lo que hay detrás de la cáscara de esas apariencias imaginarias, de lo que fabula sumido en las tinieblas habituales. Por eso, mientras percibe el hormigueo mecánico de la mano de Usia, prefiere imaginarla tal como la palpó el mismo día en que se la presentaron.
—Usted verá, amigo —dijo un funcionario apático con un indeleble tufo a amoníaco y perfume agrio, una especie de añoranza a flores podridas—. Los que tengo son de gama beta, y ésos duran menos en batería.
—Es muy pequeño. Éste —observó Aloaga, y sus dedos acariciaron un rostro pétreo de rasgos delicados.
—¿Éste? —resopló el funcionario—. Es un gamma. ¡No es lo que busca, desde luego!
Cuando deslizó sus dedos ciegos por detrás de la oreja derecha, tierna y casi redonda, Aloaga apretó los párpados como si al concentrarse pudiera distinguir el color de su cabello humano.
—¿De qué color es su pelo? —preguntó al fin, ignorando un comentario del vendedor sobre un posible guía competente, un robusto modelo beta preparado para defenderle en casos de emergencia.
—¿Su pelo? —bramó el otro a su espalda, y después de emitir un mugido de desencanto, escupió con desgana—. Puess… no sé, rubio, entre rubio y castaño, no sé. No soy muy bueno para esas cosas, la verdad. Ahora, si me deja que le enseñe lo que busca…
Sólo tuvo que trazar una línea de su dedo índice por los labios cerrados de Usia para tenerlo claro. De pie como una estatua, la niña apenas le llegaba a la altura del pecho.
—Ya lo he decidido —dijo.
—Pero señor…
—Este modelo me vale. ¿Puede servirme como guía?
—Bueno, no está hecha para eso pero…
—Entonces —resolvió finalmente— no perdamos más tiempo, ni usted ni yo. Dígame el precio.
Al fin llegan ante la puerta, o eso le asegura Usia, pero no tienen que detenerse para golpearla ni pulsar ningún timbre, porque según parece está entre abierta, como si ya esperase su llegada.
—¿Hay luz en el vestíbulo? —pregunta algo temeroso, y Usia le arrastra con su mano hacia el interior.
—Un poco de luz viene de una ventana.
El bastón resuena por la madera cálida despertando un ahogo de emoción que creía perdido; de hecho, podría alargar la mano hacia la pared de la derecha y sentir el papel verde manzana, tal como lo tuvo descrito en un principio. Cuesta tanto construir un mundo, pero es tan sencillo destruirlo que casi le basta con la conciencia o la certidumbre de saber que los objetos ahora imaginados siguen ahí, donde estuvieron: el cuadro con el paisaje del planeta Uc, el jarrón paragüero o un mueble alto de pocos cajones donde guardaba mantas y algún secreto codificado en cápsulas ocultas.
—Ten —le dice a Usia, y le alarga el bastón.
—Pero puede caerse —objeta su guía.
—Hazme caso —y durante unos segundos Aloaga se mantiene sin apoyos de ningún tipo, en una esquina de lo que imagina como la entrada al salón. Camina despacio pero con la seguridad de quien conoce los detalles del sitio que pisa, nota hundirse sus suelas en la alfombra gris, y un rayo de sol vespertino se asienta sobre su rostro inmóvil. Por un instante le sacude la duda pero pronto la disipa al sentir la presencia, es posible que sentada en el sofá de piel de zuoco.
—Usia, ¿estás ahí? —murmura.
—Le he hecho un gesto —oye al fin la voz dulce— para que nos deje solos. Espero que no te importe.
—Lul —dice, y al oír su nombre se da cuenta de que su guía se ha marchado con su bastón.
—Te he estado esperando, cariño —dice la voz cálida, y enseguida oye los tacones que se aproximan, casi puede sentir el movimiento de su esqueleto, la cercanía siempre anhelada de su carne; y cuando le sujeta la nuca con su mano delicada y le besa los labios con una calidez familiar, apenas puede defenderse contra el menor de sus temores. Su olor, se dice, y abre los ojos como si pudiera verla.
—¿No te alegras de verme?
—He viajado por media galaxia —murmura, y ni siquiera entiende por qué ha dicho eso.
—Ven, cariño —y lo coge de la mano con ternura, le arrastra por un lugar que debe ser el pasillo, le introduce en una habitación que nunca podrá ser otra que la suya, su dormitorio, y luego, sin que pueda evitarlo ni demorarlo de ninguna forma, le va desnudando lentamente mientras le besa, introduce una lengua ávida en su boca, se refugia en sus caricias y en el ímpetu de una especie de ardor que creía extinguido pero que le envuelve hasta atraparlo en un punto donde el espacio y el tiempo se detienen o se ralentizan.
—Lul —repite, una vez tras otra, y la sigue besando, y su lengua se desliza por su carne, notando la dureza tibia de sus pezones, el vientre agitado, el denso olor de su sexo, y cuando ya está dentro de ella sigue repitiendo su nombre como si al hacerlo la estuviera invocando de alguna forma; ella jadea, pero aunque hay un sonido que le distrae, que no encaja, en todo momento se sumerge a ciegas en las espirales del placer y el deseo, en la respuesta abierta a un dilema que no necesitaba solución pero que a Aloaga le permite ser feliz durante unos segundos o varias horas. Un largo rato más tarde, mientras yace en la cama desecha, mirando al techo como si pudiera distinguir una pequeña grieta de su memoria, nota una brisa nocturna que eriza los pelillos de su barriga.
—Usia no ha vuelto.
—No te preocupes por ella —murmura Lul, y enseguida sus sentidos vuelven a verse perturbados por una corriente de olores nuevos; detrás de la fragancia de su carne distingue un toque algo más seco, distinto, como si las ampollas hubieran perdido su efecto, pero tampoco quiere pensarlo. De pronto un malestar creciente le estrangula la garganta y gira la cabeza hacia donde debería estar la ventana.
—Todo está igual —dice, pero en el fondo sabe que no es cierto, que no todo está igual, y que la cáscara de su antigua casa es frágil ante la invasión de detalles que quedaron disueltos pero que, en el fondo, daban una secreta vida a las cosas. No estaba en el color ni en las formas, no estaba en su superficie, sino en la textura, en los olores más lejanos, en el sabor de la carne sudorosa, ese rastro salado del cuerpo de su Lul.
—Te noto tenso, cariño, ¿es que no lo has pasado bien?
Aloaga aprieta las mandíbulas: ella nunca habría dicho eso. Se habría mantenido en silencio, pero eso es algo que se le olvidó decirles, como tantas otras cosas. Ahora intenta luchar consigo mismo, como la última vez, cuando le contó su historia en un momento de arrebato, después de haberse revolcado juntos durante largo tiempo, ella se había ausentado hasta que él la fue buscando a tientas. La oyó al fin en el cuarto de baño, llorando con la voz apagada, y por primera vez comprendió su angustia.
—Había una fila de personas —le contó en la oscuridad, amparada por las sombras—. Era muy grande, casi no podía verse el final… En aquella época… por entonces, no sabía adónde ir, así que me puse en la fila y esperé a que fuera avanzando. Esperé y esperé, y cuando vi que nos daban algo de comida seguí esperando, hasta que llegué a la Casa.
—He oído hablar de ella —susurró entonces Aloaga, notando que podía engañarse a sí mismo más fácilmente que a los demás.
—Te desnudan… te rapan y luego te anulan… Lo llaman purificar… para que puedas ser la que debas ser en ese momento.
De aquella conversación íntima no habían vuelto a sacar un sólo comentario, una sola referencia cualquiera, como si no hubiese existido. Pero ahora nota que le falta el aire, y que la crisálida de la farsa se cae en pedazos sobre su cuerpo indefenso; las ampollas de olor se han difuminado dejando paso a un nuevo efluvio más áspero. Entonces aguza el oído y escucha un rumor de engranajes a su derecha. Una máquina, advierte, y aprieta las mandíbulas. Hay un dispositivo que reposa a pocos metros de la cama, al girarse bruscamente nota un leve susurro, algo que podría ser la cortina, pero Aloaga sabe que no lo es. Con los ojos abiertos puede percibir ese olor extraño que se mezcla con la nueva esencia de una cáscara rota que representa a Lul.
—¿Qué te pasa? —le dice ella, y le agarra del brazo.
—Sé que no me lo va a decir, él o ella, pero ¿por qué?
—No sé de qué me hablas, cariño… pero, ¡ay! ¿qué haces?
Se pone en pie tan rápido como puede, pero algo pasa velozmente a su lado tirando varios objetos metálicos.
—¡Cuch, cariño! —grita Lul, pero la golpea con el codo en la barbilla. Pronto la oye caer al suelo y gemir de dolor mientras Aloaga extiende los brazos para capturar a su intruso.
—¿Nos están grabando, eh?
—¡No me hagas daño! —llora la mujer.
—¿Salimos en algún canal, eh?
Pero ella, la mujer, ya no responde: sigilosamente, se ha alejado por la puerta sin que pueda impedirlo. Debía haberlo imaginado en algún momento, pero no lo hizo, quizá la última vez debió sospecharlo si bien tampoco supo o pudo hacerlo. De hecho, de pie y desnudo, Aloaga, o el hombre que debía ser Aloaga, se da cuenta de que en realidad la inmensa mayor parte de ese espacio podría ser imaginario; que acaso no está en una casa sino en otro sitio, ¿quién sabe? Es posible incluso que no hubiera viajado por media galaxia, sino que nunca hubiese salido de su mundo, el mismo cuyo sol lo cegó por las radiaciones en la llanura de Culema, matando a su mujer a causa de las fiebres. ¿Era su mujer, o la de Aloaga?, balbucea, y se tambalea confuso hasta sentarse al borde de la cama con los codos sobre las rodillas. Una vez soñó que estaba en una sala enorme, donde varios hombres lo desnudaron; la fila de individuos desnudos se perdía en la distancia. Luego vino un funcionario regordete con uniforme violeta y gorra plana y les habló por medio de un micrófono que extendía su voz por los corredores:
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, queridos Seres Amados! Os damos la bienvenida en nombre de la Eterna Conjetura y os deseamos que paséis una estancia feliz con nosotros. Más adelante os explicaremos las causas y el funcionamiento de nuestro sello. Para los que sois totalmente nuevos aquí, alegraos de servir a Xiuma, la diosa, porque sois vosotros los elegidos.
Durante semanas o meses apenas se comunicó con nadie, hasta que le fueron instruyendo en las habilidades solicitadas. Unas veces le ponían un cabello moreno y otras rubio, o bien le hacían ciertas pruebas técnicas para adaptarse a cualquier modelo establecido; había varias pruebas de dificultad… pero no, todo eso debió soñarlo, todo eso no es sino parte de algo que recuerda pero que procede de la memoria de otro hombre.
—No, no, no —masculla hoy con los ojos cerrados, y en un momento recuerda a una enfermera sonriente de la Eterna Conjetura que le suministra sus píldoras habituales.
—Ya tienes un cliente para ti, enhorabuena —le dijo.
—¿Es un hombre?
—Una mujer —le contó distraída mientras le tomaba el pulso—. Perdió a su marido en su planeta.
—¿Cuánto tiempo? —dijo él, y se acarició la calva.
—Nueve meses, más o menos. Eso es lo que ha contratado, así que necesitas un ejercicio duro. Iremos capa a capa, primero lo que salte más a la vista, y luego los detalles. Modularemos tu voz, y el olor. La viuda ha traído bastantes documentos y cápsulas, no será difícil pero sí muy lento. Ah, por cierto, serás ciego.
—No pienso quedarme ciego, preciosa.
—No, pero tampoco vas a hacerte el ciego. Verás, ¿cómo te lo explico? Tenemos terapias de sugestión que podrían dejar en ridículo a los sueros sintéticos. Te aseguro que cuando hayamos terminado serás ciego porque no querrás ver aunque veas.
—¿Y cuando ella se aburra?
—Pues te daremos la terapia inversa, no te preocupes. Nunca falla, eso te lo aseguro.
—No —gime ahora, y parpadea pero no consigue ver nada a su alrededor, ni una simple sombra: él es Aloaga, un antiguo empresario de naves en desuso y nunca estuvo en una casa como ésta, el mismo día en que Lul, la verdadera Lul (o acaso otra) lo recibió en silencio, el momento mismo en que se conocieron. ¿Cuánto hace de eso? Podrían ser años, es posible.
—Hola, nena —dijo aquel día lluvioso, y extendió su bastón por la alfombra.
—Llegas tarde —le recriminó Lul sin besarle, con un tono frío que no había esperado de ella: llevaba tanto tiempo estudiando a solas sus gustos, su forma de pensar y de hablar que casi creía haberla conocido desde siempre. Luego se amaron, o creyeron amarse, y durante horas ella apenas le dijo nada, hasta que al fin, ya a la mesa del comedor y mientras comían con las ventanas abiertas (ya apenas lloviznaba, o así lo oyó al menos: un repiqueteo sobre el alféizar y el olor de la tierra húmeda) le contó algo más:
—Eres mejor amante de lo que lo fue él —dijo—. En realidad, creo que casi ya no le quería. Me hubiera gustado quererle más, sobre todo cuando se quedó ciego. ¿Eres ciego de verdad?
—No veo nada —murmuró, y siguió comiendo arrastrado por la seducción de esa mujer desconocida.
—Quiero que lo hagas mejor de lo que fue.
El tiempo de contrato establecido se dilató y desde la Casa de los Seres Amados nadie le mandó un mensaje solicitándole su regreso. La viuda de Aloaga, o del hombre que una vez fue Aloaga, parecía haberse olvidado de la comedia para centrarse en una serie de ilusiones que mantenía bajo una rutina inalterable. Poco a poco la fue conociendo mejor, fue intuyendo las aristas y valles de su carácter, esos pequeños destellos de alegría que la asaltaban cuando iban de viaje a algún sitio, como cuando decidieron ir a la llanura de Culema. Ella… enfermó, sí, eso es, se dice: ella enfermó y ni siquiera tuvo otra alternativa que no fuese enterrarla allí mismo gracias a varios lugareños, tal y como fue su última voluntad.
—En casa —le dijo ella, moribunda—, cuando vuelvas, busca arriba, en la habitación de estudio, en el mueble, ahí guardo todo lo que necesitas.
—Cariño mío —dijo entonces, pero por mucho que quiso intentarlo no pudo desvanecer las tinieblas de sus ojos. Para entonces ya sabía lo mucho que ella le había amado en el fondo, más (según le dijo) de lo que había querido nunca al verdadero Aloaga. Luego… ¿qué pasó luego?, piensa, y se pone en pie y camina descalzo hasta encontrar sus ropas en el suelo.
—No estaba bien —se dice mientras se viste sin prisa, consciente de que ya nadie le vigila o le espía. Debía haber regresado a la Casa, con sus otros hermanos, “desmaquillarse” como allá lo llaman, desprenderse del residuo de Aloaga que aún tuviera en su cuerpo, el mayor de todos, poder ver de nuevo. Debía haber llamado, informado de su caso, pero nada de eso ocurrió, o nada de eso debió ocurrir después de todo, porque lo recuerda como un sueño o el recuerdo de alguien que no es él sino otro. Nunca hubo otro Aloaga sino él mismo, se convenció finalmente y, con algo de crédito heredado por acuerdo escrito de su difunta Lul, compró una nave y buscó un guía.
Pero de eso ya pasó mucho tiempo. Sí, pasaron bastantes años, piensa y tantea por las paredes en busca de la salida. Podía haber ido a la Casa y que los gregarios le sanasen de su ceguera inducida, pero en su lugar contactó con la Conjetura bajo otro nombre. Nadie lo reconoció, y de hecho tampoco pudo reconocer la voz de nadie; simplemente aportó todos los archivos que ella misma le había dado una vez, como si se tratase de un tesoro, la esencia que podría hacerla inmortal mientras se la recuperara.
—Yo la quería —se dice y sale ya al exterior, pero sabe que no está en el rellano de la casa donde vivió con Lul durante nueve largos años, sino en otra parte, un lugar que sus ojos se niegan a describirle, acaso por miedo a lo desconocido. A tientas, tropieza y a punto está de caer de bruces, pero se recupera. ¿Volverá?, se dice y gira la cabeza: la casa de Lul ya no es una casa, pero tampoco logra distinguir sus formas. Ahora escucha un chirrido en lo que podría ser la noche (sí, aún debe ser de noche) hasta que Aloaga imagina el balanceo del columpio que cuelga de una rama, en el árbol que plantó el padre de Lul cuando era pequeña. Al fin el balanceo va menguando, y pronto oye pasos por la hierba (porque es la hierba, está seguro, es la hierba que tantas veces ha pisado con su mujer), y en silencio una manita se agarra a la suya.
—Vámonos, Usia.
FIN
Relato cedido por el autor. No nominable al I Premio Yunque Literario.
Carlos Pérez Jara (Sevilla, 1977) es un escritor español que ha publicado hasta la fecha en diversas revistas de género fantástico, tanto nacionales como argentinas y cubanas. Ha sido seleccionado en varias ocasiones para antologías como «Calabazas en el trastero» (editorial Saco de Huesos) o «Fabricantes de sueños» (2010-2011; 2011-2012; 2012-2013), organizada por la AEFCT. En 2014 publicó su primera novela «Los viajeros del sarcófago» (editorial Gente Nueva), un relato de terror ambientado en una ciudad imaginaria. En 2015 su cuento de ciencia ficción «Cronolisis» fue traducido al francés en el libro «Lectures D’ Espagne» editado por la Universidad de Poitiers.
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Esta vez, si. Aunque releí algunas líneas, he entendido el relato (maldita manía del ser humano de querer entenderlo todo), es complicado situarse en el espacio – tiempo en el que el protagonista vive. Me hace pensar en el futuro que espera a la humanidad, ¿hasta dónde llegaremos? me da miedo.
Este relato bien podría formar parte de una obra más extensa, interesante para los amantes de la ciencia ficción, que a mi me infunde más miedo que cualquier obra de terror; porque el terror es ficticio, pero la ciencia ficción nos ha demostrado ya, bastantes veces, que puede llegar a ser realidad.
Un saludo. Laura.
Totalmente de acuerdo. Da miedo esa deshumanización. Ese reemplazo de afectos a golpe de talonario. Y el protagonista me transmite tristeza. Mucha. Ahora lo tiene todo y no tiene nada. Jamás recuperará lo que ha perdido.