Hay una vela negra encendida a mi lado mientras escribo esto. Espero terminar antes de que uno de los dos se consuma, y ambas cosas sucederán porque hay una llama ardiendo en nosotros. Les contaré el resto.
Probablemente los primeros años de mi existencia brillaron en tonos cálidos, ya que no recuerdo ninguna aflicción en particular. Vivía felizmente en una ciudad pequeña, cuyo casco viejo se extendía alrededor de la plaza y sus casas de roca eran sostenidas por vigas de madera. Aquel diseño clásico poseía un encanto especial del que los edificios más modernos carecían. Había un pequeño estanco que vendía dulces y revistas de cuentos. Recuerdo el golpear de pasos resonando en los soportales mientras volvíamos a casa, y cómo decaía nuestro ánimo al pasar por delante de la entrada de la vieja sinagoga. ¿Quién no se estremecía ante la Ermita del Portazgo? Con aquellas enormes puertas de hierro clavadas en la piedra, tan oxidadas como la cadena que las mantenía cerradas desde siglos atrás. Vestigios de un mundo muy antiguo resistiéndose al olvido. Pero nuestra pesadumbre duraba lo que tardábamos en pasar de largo y volver a los colores vivos de aquellos días. Sonreíamos aliviados sin pensar en las manos esqueléticas que creíamos ver aferradas a los barrotes. Quedaban por delante tardes eternas de juegos y cuentos y yo daba por sentado que siempre sería así.
Hubo un invierno, ustedes lo recordarán, que llegó agazapado a la espalda de un otoño largo y triste. De la hojarasca llegó el frío sin tregua, sin apenas enterarnos. Pasaban cosas en la ciudad y en la región, pero pertenecían a la vida de los mayores. Amenazas, secuestros, asesinatos. Nunca debió atravesar la barrera de la infancia, pero lo hizo. Existía un clima de miedo y calma tensa. Dejamos de jugar en la calle, de correr bajo los soportales. Al salir de la escuela volvíamos inmediatamente a casa. Y allí, con las noticias colándose bajo la puerta, yo me refugiaba en esos cuentos de caballeros que defendían la justicia enfrentándose a terribles enemigos. Era mi mundo seguro.
Quizá ustedes nunca leyeron esas historias. Los héroes luchaban en una caverna subterránea y la trama se fue oscureciendo poco a poco, tal vez reflejando aquella nueva realidad. Filtrándose hasta llegar a mí. Al doblar la última página, vi por vez primera la máscara de piedra. Y la realidad se resquebrajó.
Cuando abrí los ojos, los mayores me miraban sin entender. Había tenido una crisis nerviosa. El cuento yacía arrugado entre mis manos agarrotadas y no podía parar de llorar por el miedo que me producía la visión de la máscara. Jamás abandonó mi cabeza ni mis pesadillas. Era un hombre, creo, con el torso cubierto de cicatrices. Fuerte, con los puños vendados. Una melena canosa caía por sus hombros. Su rostro estaba oculto tras aquella cosa de piedra.
Notarán que estoy dando rodeos. Aún hoy me cuesta hablar de ello. Lo primero que me atravesó el alma fueron sus ojos, grandes y llenos de violencia. La boca eran dos hileras de dientes con feos colmillos sobresaliendo a los lados. El resto de la máscara estaba compuesto de ornamentos tribales arriba y abajo, como las que portan los bailarines en los desfiles de Bali. Yo no sabía nada de eso entonces, claro, pero más tarde investigué. Creo que es la representación de Rangda, la viuda, reina de los demonios del mal que devoran niños vivos. Pero para mí siempre fue el hombre de la máscara de piedra. «El recuerdo del odio», era el título de aquella historia. Con solo volver la página, devoró mi alma.
Nunca más pude dormir en paz ni caminar por la casa a oscuras. Siempre atisbaba algo que acechaba tras la esquina, esperando para capturarme. Cada excursión nocturna al baño era una pesadilla y los mayores tardaron poco en hartarse. Los recuerdo sujetando la página ante mí, gritándome si acaso pensaba que aquello me iba a comer, y obligándome a irme a la cama solo. Y entonces yo atravesaba el pasillo en tinieblas temblando, con mil ojos, percibiendo destellos de la horrible cara hasta que llegaba a mi habitación y cerraba la puerta sin mirar lo que podía haber a mis espaldas. Me desvestía rápidamente y me sumergía en la cama, con cuidado de posar los cojines en el suelo. No podía tener ninguno encima mientras dormía. Me imaginaba que era la rodilla del hombre de las cicatrices presionándome el cuerpo, despertándome en mitad de la noche para llevarme a aquella caverna subterránea de fuego. A su infierno de odio y violencia. Pasé años con ese miedo y aún no se ha ido.
El mundo real nunca recobró los vivos colores de antes de la época dorada. La oscuridad continuó, y también los asesinatos. Recuerdo la gente llorando en la calle, la incertidumbre, el aire a punto de estallar. Los vecinos de la ciudad, que años atrás se habían mudado aquí desde tierras lejanas, pensaban en volver a marcharse. Y aquel bello sentimiento de comunidad de las mañanas de domingo se había perdido. Ya nunca volví a correr bajo los soportales con cuentos en las manos sin más preocupación que pasar por delante de la ermita del Portazgo. Para mí, tras aquellas horribles puertas se abría un camino bajo tierra que llevaba a las cavernas de Rangda, donde había volcanes en erupción y bestias antediluvianas prestas a devorarte. Y allí estarían los desaparecidos, los muertos, todos prisioneros del hombre que llevaba el odio grabado en la máscara. En cuanto cumplí la edad mínima, me largué de allí sin mirar atrás.
Aún hoy pienso que poner tierra de por medio ayudó a que pudiese vivir a pesar de que mi alma se hubiese quedado entre sus fauces pétreas. Nunca abandonó mis sueños. Me ha acechado en todas las casas en las que he vivido, en pasillos y escaleras. La gente me preguntaba entre risas por qué miraba hacia arriba mientras subía despacio, peldaño a peldaño, a las habitaciones superiores. Nunca pude explicarlo hasta ahora. Sé que no es un hombre, aunque tuviese cuerpo humano, y también sé que no es el demonio tal como lo entendemos en la religión cristiana. Es más antiguo que eso.
Una vez viajé muchas horas hasta la capital, para ver con mis propios ojos «El fantasma de una pulga», un cuadro de William Blake. Hace un par de siglos tuvo una alucinación y creyó que un espíritu estaba manifestándose ante él. Como se encontraba dibujando en ese preciso momento, lo abocetó sin dejar de mirarlo hasta que aquello se desvaneció. La pintura original expuesta en el museo es una miniatura que representa lo que parece un hombre musculoso con cabeza de reptil y lengua bífida, sosteniendo un cuenco en su garra. Creo, de alguna forma, que la aparición de la que Blake fue testigo resuena directamente en las páginas de aquel cuento maldito, aguardando el momento de colarse en mi vida. No debemos haber sido los únicos en presenciar sus diferentes manifestaciones a lo largo de la historia. Probablemente los sabios antiguos de Bali lo conocieron como Rangda y por eso aún hoy lo celebran durante nocturnas danzas de fuego. Creo que es «El Horla», la entidad maligna que describe el loco Maupassant en su célebre relato. Y también afirmo a día de hoy que es odio, sangre, violencia y venganza, aquello que azotó mi ciudad abriendo en ella heridas incapaces de cerrar. Se cuela por los resquicios para alimentarse del silencio. Y por eso tuve que volver, para comprobar que mi teoría era cierta.
Nadie vino a recogerme a la estación. Fui primero a dejar una flor negra sobre la lápida de mi padre. Sí, llegué tarde. El cementerio está sobre una colina desde la que se domina la ciudad. Recorrí con la vista las calles adoquinadas, los edificios que tan bien recordaba, y la plaza, la iglesia, la madera ya ajada de las vigas de los soportales. Fantasmas de lugares en los que una vez fui feliz. El revestimiento era antiguo, pero lo que había debajo pertenecía a otro mundo de otro tiempo. No, pensé, en realidad siempre ha sido el mundo original en el que seres como aquel del que hablamos moran desde la era mitológica. El sol se puso a mis espaldas y volvió la oscuridad. Al contemplar la ciudad con nuevos ojos de conocimiento, no me pareció otra cosa que una gigantesca máscara de piedra bajo la que se ocultaba el germen del odio. Siempre había estado allí, oculto y soterrado. Permitieron que resucitase. Y con ese fuego en mi corazón, fui a la casa en la que crecí, a ver a mi madre.
Saben, en realidad no sé lo que esperaba encontrar allí. Las tinieblas se cernieron sobre mí nada más entrar. El sonido de mis pasos sobre las calles me resultaba hueco, vacío, como si fuese el mero decorado de una mentira. Aquellos años de miedo habían servido solamente para disimular el verdadero horror que latía debajo, y las muertes de los inocentes fueron en vano. ¿Acaso todos los adultos lo sabían y nos hicieron creer lo contrario? De ser así, debía confrontar a mi madre. Había llegado demasiado tarde para mi padre, pero no para ella. Podía salvarla, sacarla de allí, pero tenía que contarme la verdad.
La visión de la máscara de Rangda apareció en mi mente cada vez que doblaba un pasillo, enraizada como siempre ha estado. Pero eso no me detuvo. Mi madre estaba sentada en la mecedora, mirando la ciudad tras la ventana, mucho más mayor de lo que imaginaba. Y estaba sonriendo, pero sin rastro del candor que una vez me engañó. Y en sus avejentadas manos, curvadas como garras, estaba arrugado el cuento del que había salido aquella abominación que me había perseguido toda la vida. Su rostro giró lentamente para darme la bienvenida, en un momento que me resultó eterno, porque reconocí al instante el brillo de esos dientes curvos. Se había colado en ella. Y tras ello venían los ojos, y no estaba dispuesto a permitirle mostrarme ese rostro que tan bien conocía. Mi madre ya no estaba allí. Solo el silencio.
Cuando todo acabó, resonó por toda la casa una carcajada que me heló los huesos. Parecía surgir de las entrañas de la tierra. Creo que lo que le sucedió a mi madre también le sucedió a más gente en la ciudad. Probablemente también a mi padre. Quizá esté tan enquistado que no tenga cura.
Ya era noche cerrada cuando dejé mi casa por última vez, en dirección a la plaza. No había nadie en la calle y la oscuridad ocultó cualquier posible rastro de sangre, al igual que llevaba haciendo toda la vida. Esto es lo que creo; los asesinatos eran sacrificios. Las desapariciones corrían a cargo de la gente de la ciudad, y que se las adjudicase la entidad que más se beneficiase. Siempre fue un juego de nombres interesados en contar el relato a su manera y recoger los frutos. Yo nunca entendí nada de aquello, hasta que me planté por primera vez ante la gigantesca puerta de hierro de la Ermita del Portazgo sin sentir la pesadumbre que siempre me había atenazado, libre al fin. Los barrotes que la rodean recuerdan a una prisión. La cadena cedió sin problema, algo imposible en otra época, pues se contaba que llevaba cerrada desde la expulsión de los judíos a finales del siglo XV. Creo que esto siempre ha ido de matarse unos a otros. Tras el hierro, hay dos enormes puertas de madera. Se requeriría dos personas empujando a la vez, o un hombre muy fuerte, para abrirlas. No tuve ninguna oposición, claro. La violencia nunca la encuentra.
Después, hay un umbral de techos altísimos y una sinagoga en ruinas. Cada vez hay menos luz cuando empezamos a descender. El sendero atraviesa colinas y valles escarpados, lagos de magma y minas de azufre. Hay un tribunal donde se juzgan almas. La oscuridad solo la rompe el fuego verde que brilla en las antorchas clavadas en las paredes. Es una sensación parecida a bajar por un pozo. Provengo de familia minera. Sé de lo que hablo.
Al llegar a la caverna subterránea, hay cuerpos en el suelo con los que es difícil no tropezar. Sé quiénes son y ustedes también, los recuerdo de las noticias de entonces. Aquí es donde estaban escondidos. Hay varias estancias así, y continúa el descenso. En la penúltima yacen los cadáveres de los caballeros que luchaban por la justicia en aquel cuento. Casi me había olvidado de ellos. Sus armaduras están destrozadas. En la última estancia, créanlo o no, se filtra débilmente un haz de luz natural a través de un ventanuco, como si fuese la última esperanza. Hay un altar sencillo, probablemente erigido por manos poco hábiles, en el que se yergue una única vela negra. El fuego se encendió antes que la vida, pero todavía no se ha consumido.
Ante la vela está la máscara de piedra, erguida en un soporte con la tenue llama brillando a través de sus ojos, para quien quiera cogerla.
Aquí abajo reina el silencio. Arriba también.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Carlos Ruiz Murcia:
1987. Detective Salvaje. Entre Euskadi, Escocia y la montaña palentina.
Escribo relatos de terror, misterio, y artículos culturales. Ser nocturno. Avanzo muy lentamente en una novela de género detective weird western, aunque probablemente nunca llegue a ver la luz. He publicado en revistas como Windummanoth, Pulporama, Plumabierta, Círculo de Lovecraft, Dáliva, Exogénesis, El Yunque de Hefesto, Retazos de Ficción, La bastarda posmoderana y muchas otras.
También he participado en antologías como Al Azkena se va y punto, Entre Mitos y Pesadillas, De locos y sombreros, Una Navidad de Locos y otras de próxima aparición. A veces escribo relato breve para podcasts como En el espacio de un tiempo, Territorio Extrañer, Noche de terror y Dimensión Misterio, que cuentan con unas voces de talento sobrenatural. Solía creer que el rock n´roll salvaría nuestras almas, pero ya no estoy seguro de nada. Radicalmente en contra de la IA.
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