El despertador cerebral sonó a las 06:20, como sonaba todos los días.
No era el típico sonido estridente, pensado para desvelar hasta el más profundo de los sueños, sino el suave canto ascendente de pájaros en un bosque. Muy relajante y melódico. Ideal para desterrar los encantos de Morfeo sin el menor atisbo de brusquedad.
Lolo abrió los ojos y se incorporó como si un resorte le empujara hacia arriba. Se quedó sentado en la cama, observando los haces de luz que se filtraban a través de la persiana de bambú y que iluminaban las furtivas motas de polvo que flotaban en la atmósfera. Como cada día, desde el piso de arriba le llegó el inequívoco sonido de la cisterna de Dorotea, que también comenzaba su rutina diaria. Al igual que el señor Cheng, cuyos gritos, dos pisos más abajo, resonaron como resonaban siempre a esas horas… O a todas, a decir verdad, porque el señor Cheng se pasaba los días gritando al aire en su triste soledad, hablando consigo mismo o con viejos familiares desaparecidos hacía ya mucho tiempo. La puerta del piso de Criso se cerró con un fuerte golpe cuando salió para el trabajo. Criso era bastante bruto, pero un buen tipo con el que solía intercambiar algunas palabras por las noches en el Tri-Bit mientras miraban absortos algún partido de la Liga Androide y se tomaban un par de cervezas. El secador de pelo de Tess, una joven que tan solo llevaba un mes en el edificio, sonaba lejano mientras también ella se preparaba para un nuevo día.
Se levantó y con un simple movimiento apagó los suaves trinos de su despertador, que todavía acunaban sus oídos. Se dirigió a su armario y se enfundó unos pantalones vaqueros, una camiseta básica negra y una sudadera del mismo color con el isotipo de la paz en blanco sobre la pechera. Dudó con el calzado, pues los entresijos de la moda no eran su fuerte, pero al final se decidió por unas sencillas deportivas verdes. Se acercó a la única ventana y subió la persiana de bambú para dejar que el sol entrase en toda su plenitud. Al otro lado del patio interior, a apenas unos metros, vio a Zezé sentada a la mesa de su cocina, saboreando su cena, pues ella trabajaba de noche en una casa de alterne y sus ritmos diarios llevaban caminos completamente opuestos. Ella le saludó con una sonrisa cansada cuando se percató de su escrutinio y él le devolvió el saludo con timidez, como siempre hacía. No sabía porqué, pero con ella parecía que se volvía idiota, sobre todo cuando notaba posados sobre él sus grandes y verdes ojos de androide. Porque sí, Zezé era una androide… O quizá debería decir ginoide… En todo caso: era lo más hermoso que había visto en toda su vida.
Tras unos segundos con la mano levantada, la bajó con torpeza, se apartó de la ventana y abrió la nevera. Cogió una tarrina y la metió en el materializador. Mientras esperaba, observó en la unidad de control del aire acondicionado que la temperatura era más elevada de lo normal, como si se hubiese vuelto a estropear. Así que se asomó por la ventana, saludó de nuevo a Zezé con una sonrisa estúpida y se cercioró de que la unidad exterior estaba parada. Y lo estaba, como tantas otras veces antes. ¿Tan complicado era arreglarlo o cambiarlo por uno nuevo? Aquel viejo trasto que fallaba como una escopeta de feria ya no podía dar más de sí y se iba haciendo imprescindible sustituirlo. Tendría que hablar con el señor Cheng muy seriamente… Una vez más.
El timbre del materializador lo sacó de sus pensamientos y le avisó de que su desayuno estaba listo. Cogió la tarrina, rebosante de un mejunje con muy mala pinta, y se sentó en la mesa mientras pensaba en su vida y en las ganas que tenía de romper aquella rutina para irse de vacaciones durante al menos un año. Se llevó la primera cucharada a la boca y pasó la mano izquierda por la mesa, que de inmediato se encendió para conectarse a la red. Consultó imágenes y opiniones sobre Nova Caelonauta, la colonia de vacaciones que le gustaría visitar en la Gran Nube de Magallanes, y luego comprobó en el Ministerio de Movilidad el estado de su solicitud para poder realizar el viaje. «En proceso», ese era el mensaje que siempre había aparecido en pantalla durante el último mes. A veces aborrecía la proverbial lentitud de la burocracia.
Antes de salir de casa se atusó el cabello y cogió el libro que descansaba sobre la consola de la entrada. En el rellano se encontró con Ahmed, su vecino de enfrente, que salía para el trabajo. Se suponía que era analista de inversiones, pero sabía por el señor Cheng que debía cuatro meses de alquiler, así que tenía muy claro que nunca le pediría consejo si algún día se plantease invertir parte de sus ahorros. En las escaleras se encontró con Tess, que le saludó con alegría y conversó con él hasta que se detuvo ante la puerta del señor Cheng para llamar algo cohibido, pues no le gustaba hablar con él. El casero abrió soltando un prolongado y desagradable grito, como siempre hacía, pero reunió el valor suficiente para pedirle de forma muy educada que le arreglase el aire acondicionado, que quizá volvían a ser los filtros que estaban obstruidos o una nueva fuga del refrigerante. Pero lo único que obtuvo por respuesta, además de muchos aspavientos y una cantidad incontable de gruñidos, fue un descarado «¡Y a ti qué más te da! ¡Ya lo miraré!».
Salió a la calle notablemente indignado. «¿Cómo que «y a mi qué más me da»? Pago un alquiler para algo, ¿no?», meditaba indignado. Y mientras pensaba en la próxima conversación con el señor Cheng ni siquiera fue consciente de que el sol ya abrasaba las calles a aquellas tempranas horas de la mañana. Llegó a la boca del metro y comprobó que alguien había roto el lector de implantes de transporte y las barras del torno, de modo que, al menos por un día, el viaje hasta el trabajo le saldría gratis.
Ya en el vagón del metro abrió su libro y comenzó a leer, notando que la gente lo miraba con gesto extrañado porque eso de leer en papel era una rareza digna solo de locos o excéntricos. O de locos excéntricos, que todavía era peor. Por eso la gente evitaba sentarse a su lado, dejando irremediablemente vacíos los asientos a su lado.
Después de diez horas de trabajo regresó a su barrio —esta vez pagando el metro— y se acercó al Tri-Bit para tomarse unas cervezas, conversar algo con Criso y abstraerse de su rutinaria realidad mirando el partido. Allí estaría Zezé, su hermosa vecina de grandes ojos verdes, que siempre se tomaba algo antes de ir a trabajar. ¿Cuánto costaría pasar una noche con ella? ¿Y si…? Pero no, él no quería eso de ella… Bueno… Sí, también quería eso, pero no era lo principal. Porque por encima de cualquier otra cosa, lo que le encantaría sería mantener con ella largas conversaciones cara a cara para disfrutar de su voz, de su intensa mirada, de su sonrisa deslumbrante, de su aroma embriagador… No podía negar que estaba loco por ella.
El ambiente estaba algo más caldeado de lo habitual esa noche en el sórdido bar. En un corrillo junto a la barra, Criso —más activo de lo normal—, Lisbeth —la camarera de cabeza rapada y cuerpo cubierto de tatuajes— y la propia Zezé, discutían acaloradamente sobre las implicaciones de una nueva ley que la Ministra de Interior quería aprobar en un plazo récord. En resumen, lo que pretendía la Ley Off, como la llamaban ya de forma popular, era obligar a implantar un chip de «apagado de seguridad» en todos los modelos de androides existentes y en todos los que se fuesen a fabricar a partir de ese momento. Es decir, pretendía revertir de una forma irreparable las relaciones entre humanos y androides, como si estos últimos supusiesen una amenaza para los humanos por el simple hecho de ser androides.
Entre copas y cervezas, Criso relativizaba la cuestión, como buen humano, pero Lisbeth y Zezé, ambas ginoides, protestaban con vehemencia contra tal medida. A él lo metieron en la conversación, aunque habría preferido mantenerse al margen, pero como no estaba informado sobre el asunto se escudó en que no podía dar opiniones razonadas, lo que provocó un sonoro resoplido de disgusto por parte de Zezé. Pero sí se atrevió a decir, en un patético intento por contentar a su bella vecina, que el hecho de implantar en cada androide lo que en realidad no sería más que un «interruptor», le parecía profundamente injusto e incluso moralmente reprobable. ¿Por qué no le implantaban también uno a los humanos, o es que ellos no suponían ningún peligro? ¿Por qué los androides podían ser desconectados mientras que los humanos podían seguir gozando del libre albedrío para hacer el bien o el mal? ¿Acaso los androides no trabajaban y contribuían con sus impuestos tal y como hacían los humanos? ¿Por qué no podían tener los mismos derechos?
Esas fueron las preguntas que se fue haciendo de camino a casa. Y con cada una de ellas la imagen de Zezé, argumentando con pasión contra la injusta ley, le venía a la mente para recordarle que apenas la había oído mientras admiraba su artificial belleza y se imaginaba disfrutando de Nova Caelonauta junto a ella. ¿Acaso ella estaba menos viva que una humana? ¿Se asemejaba, aunque solo fuese de forma lejana, muy lejana, a una vulgar máquina? ¿En qué se diferenciaba de una mujer de carne y hueso además de en el tamaño de sus fabulosos ojos verdes y el color azul de su sangre? A él le parecía una oda a la belleza que rebosaba vitalidad. A él le resultaba la mujer —o la ginoide— más deseable de todo el Universo. No concebía ningún motivo razonable por el que le tuviesen que implantar ese maldito «interruptor».
Al llegar a casa comprobó con desagrado que el señor Cheng no le había hecho ni caso y que su aire acondicionado seguía sin funcionar. Se sentó a la mesa y se conectó a la red para informarse sobre la Ley Off. Como ya había supuesto, era una ley segregacionista e injusta que lo único que iba a lograr era traer problemas al sumir a los androides en un estado que recordaba con tétrica claridad a la esclavitud. Y para colmo de males, debería ser aprobada por un parlamento formado única y exclusivamente por humanos. Y como había dicho Zezé: ¿dónde estaba entonces la imparcialidad? ¿Quién iba a defender sus intereses?
No, la Ley Off no era justa. Los androides no se merecían ese trato después de su notable contribución a la expansión humana por al menos una treintena de galaxias. ¡Una treintena! ¿Y ahora les pagaban así?
Fue en lo último que pensó antes de dormirse.
*
Los pájaros lo despertaron a las 06:20.
La cisterna de Dorotea, los gritos del señor Cheng, los portazos de Criso y el secador de Tess le dieron los buenos días como cada mañana. Al subir la persiana disfrutó con la sonrisa cansada y el saludó sosegado de Zezé, al otro lado del patio de luces. Se preparó el desayuno y comprobó su solicitud: «En proceso». Las noticias hablaban de un grupo de androides que protestaban frente a la gran torre de la sede gubernamental, pidiendo igualdad de derechos para los androides y la eliminación del proyecto de la Ley Off. Se hacían llamar Libertad Androide, y prometían grandes movilizaciones si no se paralizaba la ley.
En las escaleras se encontró con Tess, con la que se saludó de forma algo menos efusiva de lo normal, y en la puerta del señor Cheng recibió el mismo trato del día anterior. En la calle hacía un calor que derretía el asfalto, pero tampoco fue consciente esta vez. No fue capaz de leer en el metro mientras pensaba en todo lo que aquella ley podría llegar a suponer y siempre, de forma invariable, pensaba en Zezé y en cómo viviría ella si le implantasen ese chip que la convertiría poco menos que en una esclava sin derecho a protestar y bajo la constante amenaza de ser apagada… ¿Apagada? No, mejor sería llamarlo por su verdadero nombre: asesinada.
Por la noche, en el Tri-Bit, la discusión del día anterior prosiguió, esta vez con más miembros como Kurt, un tipo poco agradable que regentaba un negocio de apuestas ilegal, y Host, un androide de grandes ojos marrones que trabajaba en el sector de la seguridad. Entre más copas y cervezas, la discusión fue ganando en intensidad mientras se hacían preguntas con respuestas que nunca eran unánimes: ¿puede morir algo que no ha nacido? ¿Un androide muere o se apaga? ¿Y si lo apagan: es asesinado? ¿Lo operan o lo arreglan? ¿Pueden desarrollar sentimientos o son solo réplicas de la conducta humana programadas en sus sistemas operativos? ¿Son seres sentientes y racionales que deberían poder presentarse a unas elecciones para formar parte del parlamento? Zezé era la más vehemente en sus argumentaciones —eso solo hacía que la admirase todavía más—, aunque Lisbeth no le iba a la zaga. Host era algo más apagado. Por contra, Criso y Kurt usaban argumentos superficiales para dar a entender que entre humanos y androides había más diferencias que semejanzas, que unos eran seres orgánicos fruto de una evolución y otros el resultado de un proceso de fabricación: ¿acaso un androide nace, tiene infancia, adolescencia? ¿Tienen padres, familia, ancestros, descendientes o recuerdos de algo de eso? ¿Un androide suda, llora? ¿Tiene sensibilidad al dolor, sea este físico o emocional? ¿Se enamoran? ¿Se cansan como se cansan los humanos? No, no se cansan tan rápido, quizá por eso muchos empresarios preferían contratar androides en vez de humanos. «Los androides nos están quitando el trabajo», fue el más patético argumento de Criso.
¡Tonterías! Eso es lo que pensaba cuando entró en su piso y comprobó una vez más en la unidad de control que el señor Cheng no había arreglado el aire acondicionado. Disgustado, se sentó a la mesa y, por pura rutina, consultó el estado de su solicitud, que seguía «En proceso».
*
06:20.
Suenan los pájaros. Cisterna, gritos, portazos, secador. El kit completo de cada mañana. Zezé le saludó con cara de estar exhausta y apenas pudo dedicarle una débil sonrisa. Desayuno, comprobación: «En proceso», había que intentarlo, y directo a la puerta del señor Cheng tras un frío saludo con Tess. Gritos, protestas y de su casero solo obtuvo lo de siempre: nada. Debería ser más enérgico en sus protestas si quería resultados, alterarse como hacía Zezé cuando en el Tri-Bit insistía en que los androides debían organizarse. Quizá así el maldito viejo atendiese al fin a sus razones.
En la calle el sol freía pájaros, pero él solo pensaba en el maldito señor Cheng y en lo abatida que parecía Zezé aquella mañana. En el vagón de metro tampoco leyó esta vez, pues todo el mundo miraba en las pantallas cómo un grupo de Libertad Androide había asaltado un centro comercial para realizar pintadas y romper algunos escaparates reclamando la paralización de la Ley Off y la igualdad de derechos. Pero lo que en realidad destacaba de la noticia era la desmesurada respuesta de las fuerzas de seguridad, que habían entrado en el recinto armados hasta los dientes y habían acabado con la vida de ocho pacíficos androides que ni siquiera habían tenido tiempo de rendirse: cinco asaltantes y tres despistados que pasaban por allí.
«¡Qué casualidad que solo hayan muerto androides, ¿no?!» -se quejó Zezé por la noche en el Tri-Bit-. ¡Qué más da una poca de sangre azul cuando la única que importa es la roja, ¿eh?! ¡Nos tratan como si no fuésemos seres vivos!». Al idiota de Criso solo se le ocurrió responder que en realidad no eran seres vivos, sino objetos fabricados por los humanos. «¿Ah, no? Mírame a la cara y dime que estoy menos viva que tú», se había encarado Zezé con él hasta obligarle a desviar la mirada, avergonzado y vencido por su irrefrenable pasión. Esa pasión que tanto le gustaba de ella.
¿Por qué tanto interés en crear esa ley? ¿Por qué, si hasta aquel momento androides y humanos habían convivido en armonía? No pudo dejar de pensar en eso hasta que llegó a casa y se lamentó porque el aire acondicionado seguía sin funcionar. Por un momento se planteó bajar hasta el piso del señor Cheng para decirle cuatro cosas bien dichas, pero prefirió dejarlo para el día siguiente porque no quería montar un espectáculo a aquellas horas.
«En proceso», fue lo último que leyó antes de meterse en cama.
*
A las 06:20 los pájaros comenzaron a trinar y todo siguió su curso como siempre, menos el rutinario saludo de Zezé, que por primera vez en mucho tiempo no estaba en su mesa para ofrecerle su sonrisa. Mientras desayunaba, algo preocupado, vio en la red que una nueva protesta se había organizado frente a la sede gubernamental para clamar no solo contra la Ley Off, sino contra la brutal represión de la jornada anterior. Centenares de androides portaban hologramas de protesta y se sentaban de forma pacífica en el suelo mientras cantaban lemas repetitivos que parecían sacados de un programa infantil. Las cosas cada vez estaban más tensas y no pudo evitar pensar que todavía podrían ir a peor si las fuerzas de seguridad volvían a actuar de igual modo que en el centro comercial.
Esta vez, Tess apenas le dedicó una mirada fugaz y del señor Cheng solo obtuvo lo mismo de siempre: gritos. En la calle el verano apretaba y el calor era insoportable, pero él ni siquiera se dio cuenta porque solo pensaba en Zezé y en que quizá se le habría ocurrido ir a esa maldita concentración ante la sede gubernamental.
En el metro todos miraron interesados las pantallas y si nadie se sentó a su lado esta vez no fue por su libro, que se había olvidado en casa. En el trabajo las discusiones sobre la Ley Off, la represión del día anterior y sus posibles consecuencias fueron el tema estrella hasta que los jefes prohibieron hablar de ello cuando se montó una buena trifulca entre varios humanos y algunos androides que hasta el día anterior habían trabajado todos juntos en armonía.
Por la noche, en el Tri-Bit, Zezé no hizo acto de presencia, Lisbeth estaba como ausente y Criso se centró única y exclusivamente en el partido de la Liga Androide, que habían estado a punto de suspender en señal de protesta. Host bebía solitario en una esquina, pero no parecía tener ganas de compañía, ni humana ni androide. Así que se fue para casa tras beberse solo una cerveza y no se sorprendió al corroborar, como ya se temía, que el señor Cheng había vuelto a obviar sus peticiones.
Se sentó a la mesa antes de conectarse. La concentración frente a la sede gubernamental había sido disuelta de forma expeditiva. Treinta y ocho androides detenidos y dieciséis muertos… ¿apagados?… ¿asesinados?, entre ellos cuatro humanos que les apoyaban. Toda aquella locura se estaba descontrolando. Y Zezé desaparecida.
Para ella fue su último pensamiento del día.
*
06:20.
Todo le dio igual. Lo primero que hizo fue comprobar si Zezé estaba sentada a su mesa. No lo estaba. En la red se decía que había varias manifestaciones convocadas por Libertad Androide para ese día, que muchas calles serían cortadas y que las fuerzas de seguridad se estaban desplegando por todas las ciudades del planeta ante los posibles altercados que se esperaban.
El señor Cheng lo mandó a paseo y le cerró la puerta en las narices. «Pues busca, busca», fue cuanto le dijo cuando le amenazó con marcharse del piso. En la calle el calor era inhumano, pero él no se dio cuenta, pues solo fue capaz de fijarse en que alguien había pintado con espray rojo en una pared vacía el símbolo de Libertad Androide: un simple círculo con las letras L y A fundidas en un solo grafema. Bajó al metro solo para descubrir que los servicios habían sido interrumpidos debido a varios sabotajes en unas cuantas estaciones y en las vías de algunas líneas. Recomendaban volver a casa y guarecerse ante los posibles disturbios y peligros que auguraba el día.
Incapaz de ir hasta su lejano trabajo y sin saber muy bien qué hacer, se dirigió al Tri-Bit para ver si Zezé andaba por allí o, en caso de no encontrarla, preguntarle a Lisbeth si le podía dar su código para llamarla. Pero poco antes de llegar se encontró a la tatuada camarera que venía en su dirección con cara de haber tenido una muy mala noche. La detuvo y quiso hablar con ella, pero Lisbeth solo tenía palabras de odio para su jefe, que la había despedido argumentando que en un momento así no se fiaba de ningún androide. Se lamentó de tal decisión, incluso se ofendió, ¡faltaría más, pobre Lisbeth!, pero al final le pidió el código de Zezé, que era cuanto le importaba en aquel momento.
Una vez lo tuvo en su poder, intentó llamarla varias veces, pero su implante de comunicación por algún motivo parecía incapaz de coger línea. No obtuvo una explicación hasta que, pasado el mediodía, se encontró con Criso y este le dijo que las redes de comunicación habían sido desconectadas para evitar que Libertad Androide pudiese convocar a más adeptos para sus protestas. Cada vez más preocupado, se fue a su apartamento, se sentó a la mesa e intentó conectarse a la red sin éxito. Ni siquiera fue consciente de que el aire acondicionado seguía estropeado.
¿Qué podía hacer? ¿Cómo podría encontrar a la mujer —sí, «mujer»— que ocupaba todos sus pensamientos? Él quería volver a verla por las mañanas, antes de desayunar y marcharse al trabajo. Quería su sonrisa cansada y su mirada del color de las hojas nuevas. Quería verla por la noche en el Tri-Bit, hablar con ella, escucharla, admirarla, pedirle que se fuese con él a Nova Caelonauta. Ella hacía su rutina llevadera. La necesitaba. La quería.
Fue su último deseo antes de dormirse bien entrada la madrugada.
*
¿Las 09:47?
La noche anterior no se había acordado de activar el despertador cerebral. Tampoco le importó.
Zezé seguía sin estar sentada a su mesa y por el hueco del patio interior le llegaban con claridad los zumbidos de algunos drones que sobrevolaban los edificios. Se acercó a la mesa y comprobó si la red había sido restablecida. Pero no, el apagón tecnológico seguía activo.
Salió de casa sin desayunar y cuando llegó al bajo le soltó una patada a la puerta del señor Cheng por pura rabia, pero no esperó a que saliese. La calle estaba desierta, y no solo por el intenso calor que creaba pequeños espejismos de edificios danzantes. Centenares de papeles negros revoloteaban por todas partes, llenando las calles con su letra de color rojo. Se agachó y cogió uno. Era un panfleto firmado por Libertad Androide en el que se instaba a todo aquel que apoyase la paralización de la Ley Off, fuese androide o humano, a reunirse frente a la gran torre de la sede gubernamental en señal de protesta y repulsa por la represión desproporcionada del gobierno planetario para acallar sus voces.
No se lo pensó dos veces. Se dirigió al metro solo para comprobar que las líneas estaban todas detenidas por culpa de las posibles manifestaciones, aunque las pantallas no lo dijesen con tanta claridad. Varias pintadas con el símbolo circular del grupo revolucionario le saludaron desde las paredes antes de salir de nuevo al sofocante calor de la calle que él ni siquiera notó. ¿Cómo iba a llegar hasta el centro sin el metro? Había por lo menos treinta kilómetros.
Meditaba sobre las posibilidades cuando varias figuras aparecieron doblando una esquina al final de la calle. Corrían como si el Diablo fuese tras ellas y en apenas un suspiro llegaron a su altura y le instaron a hacer lo mismo. No solo había androides en aquel grupo, sino también unos cuantos humanos. Sin saber muy bien qué hacer, los vio alejarse sin moverse de su sitio hasta que el zumbido inconfundible de los drones de vigilancia le llegó desde las alturas, donde vio a varios de ellos tomando la misma dirección que los fugitivos que acababan de pasar a su lado. Acto seguido, las luces de dos grandes furgones policiales anticiparon la llegada de un pelotón entero de antidisturbios que avanzaban formados en perfecto orden con sus escudos de energía por delante y sus armas en posición de ataque. Ante la imposibilidad de regresar a su casa, solo había una opción: correr.
A medida que escapaba, las calles de la ciudad se fueron convirtiendo en una locura, una pesadilla sacada de la peor de las guerras urbanas. Porque en eso se estaba convirtiendo su mundo: en un mundo en guerra. Por todas partes veía androides y humanos corriendo en todas direcciones, sin un destino aparente. Había calles cortadas por la policía y otras por barricadas levantadas a toda prisa. Los drones de seguridad zumbaban sin parar sobre sus cabezas, localizando sus objetivos e informando de su posición. Sin saber cómo era posible, de vez en cuando llovían del cielo más panfletos rojos y negros de Libertad Androide instando a la manifestación y a la rebelión. Corrió por las calles sin un rumbo fijo, siguiendo a la marabunta que cada vez se hacía más grande. En algunos lugares, androides y humanos peleaban entre sí sin saber quién era amigo o enemigo. Sangre azul y sangre roja manchaban las calles y vio más de un cuerpo tendido en alguna acera, desangrándose mientras nadie le prestaba atención. Las sirenas de las fuerzas de seguridad comenzaron a sonar por todas partes. Sus luces, apagadas por el radiante día, hacían vibrar los edificios y creaban la extraña sensación de estar en un sueño. Vio a dos drones abatir a un tercero, que cayó a tierra dando giros y soltando al mismo tiempo más panfletos negros y rojos, cumpliendo su objetivo hasta el final. Poco a poco las calles comenzaron a saturarse de androides que clamaban contra la represión y contra la maldita Ley Off. Después de dos horas de locura, las carreras se ralentizaron y, al final, se detuvieron en una ancha avenida que ni siquiera conocía, como si un dique hubiese conseguido frenar la riada. Metido en el meollo, entre empujones y exaltación, gritos y consignas, temió por su integridad y se acordó de Zezé. ¿Dónde se habría metido? Un hombre, un humano, lo cogió por los hombros y lo zarandeó, instándole a corear él también las consignas que miles de androides coreaban en aquel momento y en aquel lugar. El hombre volvió a zarandearlo, animándole a cantar. Y así se lanzó al fin.
—¡Sin revolución, no habrá liberación! —clamaban una y otra vez.
—¡Si esta ley se aprueba, guerra, guerra, guerra! —esta era la que más le preocupaba, pero aun así, animado por la masa, la coreó también.
Se dejó llevar por el entusiasmo, por la euforia y por las ansias de reconocimiento y derechos. Hombros con hombros, voces sobre voces, ilusiones junto a ilusiones, camaradería, rebelión, la fuerza de la unión. ¡Justicia! No podían hacerle eso a los androides. No a su Zezé. No podían. Era injusto e injustificado. ¡Qué le pusiesen un interruptor a los humanos también!
—¡Justicia y libertad, derechos e igualdad!
—¡Ley de la opresión, esta es mi rebelión!
Ya no había vuelta atrás, era el punto de inflexión. O los humanos cedían y retiraban la proposición de ley o se quedaban sin la tercera parte de su población activa y contribuyente. Aquel era el día que cambiaría las cosas.
Y cambiaron definitivamente cuando el primer disparo sonó sobre los cánticos entusiastas.
Tan solo por un instante, se hizo un silencio sepulcral, como si todo el mundo se estuviese preguntando si habían oído bien. Hasta que una segunda detonación surgió de algún punto inconcreto y el pánico se desbocó. Las consignas de justicia fueron rápidamente sustituidas por miles de gritos estridentes. La marea de androides y humanos que poco antes llenaba la avenida, entre cánticos y coros, comenzó a moverse de forma desorganizada en todas direcciones, como el líquido de un vaso agitado. ¡Sálvese quien pueda!
Casi lo tiran al suelo cuando centenares de androides se dieron la vuelta y escaparon en dirección contraria. Varios disparos más llenaron el aire y apagaron las últimas y enconadas consignas que unos pocos valientes seguían repitiendo. Aterrorizado, Lolo miró al cielo y vio un escuadrón de drones colocándose en posición sobre la manifestación, armados con microrrociadores de metralla que dirigieron hacia la multitud. La gente pasaba a su lado intentando escapar de lo que se avecinaba. Lo empujaron, casi volvieron a tirarlo, le gritaron junto a los oídos, le instaron a correr, a huir. Pero él solo podía mirar a los drones, zumbando sobre sus cabezas con las armas preparadas, mientras las luces y sirenas de las fuerzas de seguridad sustituían los anteriormente alegres cánticos de justicia. ¡Correr! Tenía que correr. Huir, salir de aquella trampa, de aquel atolladero en el que se había metido. Los drones se desplegaron en formación, vio con horror cómo basculaban hacia delante… Y cómo comenzaron a disparar a discreción sobre la masa de manifestantes en plena huida.
Los gritos se multiplicaron cuando las ráfagas de metralla alcanzaron la estampida desde el cielo. Vio a decenas… No… ¡A centenares de cuerpos caer abatidos! Aquello no podía estar pasando, era una locura, una represión injustificada, una masacre. ¡Maldita sea! ¡Solo eran androides reclamando igualdad!
Sabía que tenía que huir, pero estaba paralizado por el miedo. Solo podía mirar, tan incrédulo como aterrado, hacia al cielo y hacia los drones asesinos. Hasta que una androide que pasaba a su lado fue abatida y su sangre azul le salpicó la cara. Solo en ese momento logró reaccionar, darse la vuelta y salir corriendo entre empujones y gritos de pánico y desesperación. Mientras se hacía hueco recibió un fuerte golpe en la espalda, pero no se detuvo y siguió escapando sin dirección ni esperanza. Y Lolo corrió junto a miles de androides, una gota más de la marea, hasta que las fuerzas comenzaron a abandonarle y las piernas le fallaron. Se detuvo extrañado e intentó coger aire, pero casi no podía. Y entonces se dio cuenta de que su camiseta y sus pantalones estaban empapados en sangre. ¡Su sangre! Se tocó el costado izquierdo y se manchó la mano. Le habían herido y ni siquiera había sido consciente.
La marabunta seguía gritando, huyendo, pasando por su lado sin prestarle atención ni ayuda. Y él, falto ya de fuerzas, se dejó caer de rodillas mientras miraba su temblorosa mano manchada con su propia sangre. Habría querido llorar, porque ni siquiera había encontrado a Zezé y ya nunca irían juntos a Nova Caelonauta, pero no pudo.
Ese fue su último pensamiento antes de desvanecerse.
*
23:58.
—Zezé… Zezé…
Tendido en el suelo, agonizando sobre un charco azul, apenas podía hacer más que susurrar su nombre.
Era de noche y hacía un calor asfixiante que tampoco notó esta vez. Unas botas militares estaban detenidas frente a su cara. Sintió que le tocaban.
—Es un modelo 10-10 —dijo una voz insensible y desconocida—. Todavía funciona.
—¿Qué está diciendo?
—Lo de siempre: Zezé.
Un gruñido de desagrado.
—¡Qué manía! Este modelo siempre se queda prendado de los 23-23. Y me juego lo que quieras a que también tiene una solicitud en proceso para viajar a Nova Caelonauta.
—Seguro, es otra de sus fijaciones. ¿Qué hacemos con él?
Silencio. Un largo y siniestro silencio antes de la respuesta.
—Apágalo.
Off
Relato cedido por el autor. No nominable al I Premio Yunque Literario.
Antonio López Sousa nació hace casi medio siglo en la ciudad de A Coruña, cerca de la cual reside
en la actualidad.
Es Licenciado con grado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y un ávido
lector de todo lo que caiga en sus manos, pero en especial de los géneros de fantasía y ciencia
ficción. Es precisamente este amor por la lectura lo que le llevó a escribir y autopublicar en el año
2018 su primer libro de fantasía: Humano. Las lágrimas de Llanto I, primer volumen de una serie
que va ya por su cuarta entrega. También ha hecho un par de incursiones en la ciencia ficción con El camino inverso y La verdad sobre el incidente estelar más famoso de la Historia de la humanidad, primer volumen de una serie de pequeñas historias independientes con un hilo en
común. Con su última y pequeña obra, El sabor del hierro en el agua, ha explorado el camino del
terror histórico al situar una tétrica trama en época romana.
Sus próximos proyectos se centran en el quinto volumen de Las lágrimas de Llanto y en una
historia de fantasía con un marcado carácter cómico. Mientras tanto, se dedica a reseñar los libros que lee en su cuenta de Instagram (@los_libros_del_sr_lector) y a compaginar su actividad laboral con su pasión por la escritura.
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